Uno se encuentra de pronto con el paisaje.
En la ciudad, la cordillera es apenas una
visión en la ventana, cuando no se
habla de esos edificios con paredes de cristal.
En estos, en cambio, el color de los vidrios
apacigua la luz que ilumina el azul y el verde
de los declives. Pero cuando se deja la ciudad,
deslumbra el paisaje.
El Altar, que los habitantes denominaban Capac
Urco, levanta su nieve de espaldas al oriente.
Entre sus estribaciones erosionadas se observan
huertos de manzanos, bosques de eucaliptos
y sembríos de habas. En un descanso
de la montaña se ordenan las casas
de Penipe.
Es un poblado alegre y el aire es transparente,
excepto cuando la ceniza del Tungurahua le
cae parsimoniosamente. El aire adquiere la
apariencia de un lente de ópalo que
emborrona las líneas de las fachadas.
Pero no es frecuente el fenómeno. Viento
y lluvia limpian el aire.
Entonces los habitantes salen con escobas
y barren las aceras. Observan el estado de
los cobertizos instalados delante de las casas
y sin más amontonan los leños
de eucalipto en los fogones. La piedra laja
se calienta con la brasa que atizan debajo
de ella.
Entre tanto preparan la masa. Es harina de
maíz tostado mezclada con agua tibia,
sal y manteca de cerdo. Si el cuidado es mayor
se añaden a la masa una o dos yemas
de huevo. Se prueba la cantidad de grasa mediante
la aplicación de una pequeña
porción de masa en la piel del brazo,
en la cara interior; si la piel queda brillante
se ha dado con la cantidad adecuada.
En otro recipiente se echan cebolla larga
picada muy fino, queso tierno desmenuzado
y unas gotas de achiote. En la palma fría
de la mano se acomodan una porción
de masa y dentro de ella una cuchara de condumio.
Con un movimiento circular se forma la bola
y luego se la achata, debe quedar plana y
delgada.
Las tortillas van a la piedra. Se las ordena
en hileras. Con un pincel de cabuya se las
baña con manteca. Hay que tostarlas
por los dos lados, con tino, para que no se
desarmen. Finalmente, adquieren la apariencia
de antiquísimas monedas de oro, claro
que más oscuras y con las cortezas
ligeramente quemadas.
La gente come Bonitísimas más
por diversión que por hambre. No todos
los días se abren los cobertizos. Las
Bonitísimas son apropiadas para los
días de feria y tal vez para sábados
y domingos.
También en las ciudades hay estas golosinas.
En ellas no se admiten las piedras, cuando
más se usan tiestos, pero se prefieren
las sartenes de teflón. Las Bonitísimas
que se ofrecen en museos, ministerios, librerías...
son pálidas y secas. Mas allá
de Penipe, hacia el oriente, en el declive
del furioso Tungurahua, existe un lugar llamado
Puela. El patrono es San Miguel Arcángel
y en su día nadie se queda sin Bonitísimas.
Ahora ese pueblo ya no tiene paciencia debido
a la ceniza, pero ya pasará.
|