N° 15 Noviembre de 2001
 
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Pancho Cordovez

Bonitísimas

Uno se encuentra de pronto con el paisaje. En la ciudad, la cordillera es apenas una visión en la ventana, cuando no se habla de esos edificios con paredes de cristal. En estos, en cambio, el color de los vidrios apacigua la luz que ilumina el azul y el verde de los declives. Pero cuando se deja la ciudad, deslumbra el paisaje.

El Altar, que los habitantes denominaban Capac Urco, levanta su nieve de espaldas al oriente. Entre sus estribaciones erosionadas se observan huertos de manzanos, bosques de eucaliptos y sembríos de habas. En un descanso de la montaña se ordenan las casas de Penipe.
Es un poblado alegre y el aire es transparente, excepto cuando la ceniza del Tungurahua le cae parsimoniosamente. El aire adquiere la apariencia de un lente de ópalo que emborrona las líneas de las fachadas. Pero no es frecuente el fenómeno. Viento y lluvia limpian el aire.

Entonces los habitantes salen con escobas y barren las aceras. Observan el estado de los cobertizos instalados delante de las casas y sin más amontonan los leños de eucalipto en los fogones. La piedra laja se calienta con la brasa que atizan debajo de ella.

Entre tanto preparan la masa. Es harina de maíz tostado mezclada con agua tibia, sal y manteca de cerdo. Si el cuidado es mayor se añaden a la masa una o dos yemas de huevo. Se prueba la cantidad de grasa mediante la aplicación de una pequeña porción de masa en la piel del brazo, en la cara interior; si la piel queda brillante se ha dado con la cantidad adecuada.

En otro recipiente se echan cebolla larga picada muy fino, queso tierno desmenuzado y unas gotas de achiote. En la palma fría de la mano se acomodan una porción de masa y dentro de ella una cuchara de condumio. Con un movimiento circular se forma la bola y luego se la achata, debe quedar plana y delgada.

Las tortillas van a la piedra. Se las ordena en hileras. Con un pincel de cabuya se las baña con manteca. Hay que tostarlas por los dos lados, con tino, para que no se desarmen. Finalmente, adquieren la apariencia de antiquísimas monedas de oro, claro que más oscuras y con las cortezas ligeramente quemadas.

La gente come Bonitísimas más por diversión que por hambre. No todos los días se abren los cobertizos. Las Bonitísimas son apropiadas para los días de feria y tal vez para sábados y domingos.

También en las ciudades hay estas golosinas. En ellas no se admiten las piedras, cuando más se usan tiestos, pero se prefieren las sartenes de teflón. Las Bonitísimas que se ofrecen en museos, ministerios, librerías... son pálidas y secas. Mas allá de Penipe, hacia el oriente, en el declive del furioso Tungurahua, existe un lugar llamado Puela. El patrono es San Miguel Arcángel y en su día nadie se queda sin Bonitísimas. Ahora ese pueblo ya no tiene paciencia debido a la ceniza, pero ya pasará.


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