Dicen los cronistas que las gallinas llegaron
de España en el siglo XVI y que se
reprodujeron con extraordinaria celeridad.
Antes, en América, reinaban los pavos
y de su carne se favorecían los habitantes.
Si estos querían cambiar la dieta buscaban
los patos silvestres y en las zonas cálidas
cazaban gallaretas. Pero la gallina, en la
Audiencia de Quito, actual Ecuador, se tomó
emblemática. En lugar de pato de toda
boda, bien se podría decir gallina
de toda boda. En efecto, no hubo fiesta de
importancia que no presentara el caldo de
gallina con su respectiva presa.
Ayer no más, por no decir hace pocos
años, se mataban las gallinas torciéndoles
el pescuezo con fuerza, espectáculo
no recomendado para niños, aunque estos
entraban a la cocina, se asustaban y más
tarde rechazaban el caldo. Poco a poco le
iban tomando gusto y por fin, mujeres y hombres,
se especializaban, esto es, fijaban su gusto
en tal o cual parte de la gallina. Para las
señoras refinadas lo mejor eran las
alas. Los hombres libidinosos preferían
la pierna o la pospierna. Las mucamas se reservaban
la rabadilla con huevera. La gente sensible
se servía la pechuga, parte criticada
porque, según decían, no tenía
sabor.
¡Qué decir de la fama de la gallina!
Se decía que gallina con plumas negras,
seguida por sus polluelos, paseándose
a media noche, era el demonio. Se comentaba
que para evitar el mal de gallinas había
que rodear los gallineros con una planta llamada
ruda. Hubo hombres y mujeres diestros en extraer
la pepa, operación que consistía
en arrancar una dura membrana que crecía
debajo de la lengua del ave y aplicar en el
lugar sal y gotas de limón. Gallina
que aprendía a comer huevo no tenía
remedio.
Mas, los poderes benéficos de la carne
de gallina no tenían parangón.
Se la recomendaba para la dieta de las mujeres
que daban a luz. El marido, primerito, cuando
se acercaba el acontecimiento, compraba veinte
gallinas gordas. Cuarenta días la mujer
comía caldo de gallina, desde luego,
las viejas amigas de la agraciada, la envolvían
con una sábana de tal modo que el mucho
alimento no la dejara barrigona. Otra cosa
era la enjundia de gallina, esa grasa amarilla
que suele acumularse en el interior. Con la
enjundia hacían una pomada aconsejada
para los pasados de frío. Esta pomada
competía con la manteca de oso. Ancianos
y ancianas iban por ahí con sus emplastos
de enjundia, como si además de la vejez,
debían cargar con esa sustancia pestilente.
Hoy en día, el caldo de gallina ha
salido a las estaciones y a los santuarios.
Se encuentra este caldo en los aledaños
del Quinche, de Baños de Agua Santa,
del Cisne, del Señor de la Buena Muerte
de Guanando, de San Jacinto de Yaguachi. Muy
temprano se echan cinco o seis aves en la
olla con sus cebollas, ajos, zanahorias y
puñados de arroz, todo a fuego lento.
Listo estará el caldo cuando la gallina
deja ver los huesos. Entonces viene la formalidad:
que si pierna o pechuga, que si ala o rabadilla.
Formalidad que puede acarrear un mal modo,
una sana envidia, una lastimera queja. En
todo caso, una vez que se ha asperjado el
picadillo sobre el caldo el retorno es imposible.
En las estaciones interprovinciales, el caldo
de gallina es infaltable. Los viajeros calman
sus angustias con este caldo y por un momento
agradecen la dicha de vivir. En algunos pueblos
y hasta en ciudades, quienes trasnochan debido
a casuales encuentros con compadres o cuando
se sale de los denominados eventos culturales,
acuden a las estaciones con el fin de recobrar
la firmeza, el equilibrio, la sensatez, mediante
la ingestión de un buen caldo de gallina.
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