N° 27 enero - febrero 2004
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Pancho Cordovez

Apoteosis del caldo de gallina


Dicen los cronistas que las gallinas llegaron de España en el siglo XVI y que se reprodujeron con extraordinaria celeridad. Antes, en América, reinaban los pavos y de su carne se favorecían los habitantes. Si estos querían cambiar la dieta buscaban los patos silvestres y en las zonas cálidas cazaban gallaretas. Pero la gallina, en la Audiencia de Quito, actual Ecuador, se tomó emblemática. En lugar de pato de toda boda, bien se podría decir gallina de toda boda. En efecto, no hubo fiesta de importancia que no presentara el caldo de gallina con su respectiva presa.

Ayer no más, por no decir hace pocos años, se mataban las gallinas torciéndoles el pescuezo con fuerza, espectáculo no recomendado para niños, aunque estos entraban a la cocina, se asustaban y más tarde rechazaban el caldo. Poco a poco le iban tomando gusto y por fin, mujeres y hombres, se especializaban, esto es, fijaban su gusto en tal o cual parte de la gallina. Para las señoras refinadas lo mejor eran las alas. Los hombres libidinosos preferían la pierna o la pospierna. Las mucamas se reservaban la rabadilla con huevera. La gente sensible se servía la pechuga, parte criticada porque, según decían, no tenía sabor.

¡Qué decir de la fama de la gallina! Se decía que gallina con plumas negras, seguida por sus polluelos, paseándose a media noche, era el demonio. Se comentaba que para evitar el mal de gallinas había que rodear los gallineros con una planta llamada ruda. Hubo hombres y mujeres diestros en extraer la pepa, operación que consistía en arrancar una dura membrana que crecía debajo de la lengua del ave y aplicar en el lugar sal y gotas de limón. Gallina que aprendía a comer huevo no tenía remedio.

Mas, los poderes benéficos de la carne de gallina no tenían parangón. Se la recomendaba para la dieta de las mujeres que daban a luz. El marido, primerito, cuando se acercaba el acontecimiento, compraba veinte gallinas gordas. Cuarenta días la mujer comía caldo de gallina, desde luego, las viejas amigas de la agraciada, la envolvían con una sábana de tal modo que el mucho alimento no la dejara barrigona. Otra cosa era la enjundia de gallina, esa grasa amarilla que suele acumularse en el interior. Con la enjundia hacían una pomada aconsejada para los pasados de frío. Esta pomada competía con la manteca de oso. Ancianos y ancianas iban por ahí con sus emplastos de enjundia, como si además de la vejez, debían cargar con esa sustancia pestilente.

Hoy en día, el caldo de gallina ha salido a las estaciones y a los santuarios. Se encuentra este caldo en los aledaños del Quinche, de Baños de Agua Santa, del Cisne, del Señor de la Buena Muerte de Guanando, de San Jacinto de Yaguachi. Muy temprano se echan cinco o seis aves en la olla con sus cebollas, ajos, zanahorias y puñados de arroz, todo a fuego lento. Listo estará el caldo cuando la gallina deja ver los huesos. Entonces viene la formalidad: que si pierna o pechuga, que si ala o rabadilla. Formalidad que puede acarrear un mal modo, una sana envidia, una lastimera queja. En todo caso, una vez que se ha asperjado el picadillo sobre el caldo el retorno es imposible.

En las estaciones interprovinciales, el caldo de gallina es infaltable. Los viajeros calman sus angustias con este caldo y por un momento agradecen la dicha de vivir. En algunos pueblos y hasta en ciudades, quienes trasnochan debido a casuales encuentros con compadres o cuando se sale de los denominados eventos culturales, acuden a las estaciones con el fin de recobrar la firmeza, el equilibrio, la sensatez, mediante la ingestión de un buen caldo de gallina.


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