N° 38 - noviembre diciembre 2005
 
 
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Esteban Garcés


Los difuntos también comen cuyes

Las comidas del día de difuntos, sin duda, son la mazamorra morada y las guaguas de pan. Pero la afirmación se aplica exclusivamente a la población urbana. Lo urbano se define claramente en las ciudades capitales de provincias y en otras con número importante de habitantes; sin embargo, debido a las diferencias culturales que caracterizan a los ecuatorianos, la noción de urbanidad puede tornarse ambigua.

Tal es el caso, a modo de ejemplo, de una familia quichua originaria de alguna comuna de la provincia de Cotopaxi que trabaja en Quito ya sea en el comercio, ya sea en la construcción, que viaja a su lugar natal para honrar a sus muertos. Esta familia, primero revisa su capital y organiza sus gastos: costos de traslado, de pan, de insumos para la colada, de la preparación de los cuyes, de las bebidas, etc.

Una vez cumplida la estrategia mencionada, la familia se dirige a su caserío. En una polvorienta ladera las casitas cubiertas con hojas de zinc resplandecen por efecto del tiránico sol de fines de octubre y comienzos de noviembre. Lista la chicha, adquirido el pan, asados los cuyes, comprada la corona de flores de papel o de plástico, los integrantes de la familia bajan al cementerio del poblado cercano. Encuentran a los improvisados albañiles que arreglan las cruces, que las pintan de blanco y las adornan con dibujos de flores. En el laberinto los vivos siempre encuentran el sitio en donde dejaron a sus difuntos. Extienden un mantel y sobre éste colocan el pan, la chicha, las papas cocidas y los cuyes asados. Al atardecer del primero de noviembre el cementerio se llena de luminarias. Los familiares inician una conversación interminable y solo coherente para ellos. Al siguiente día, los agotados deudos consumen los alimentos. En ocasiones echan chorritos de chicha en el suelo. Observan el interior del pan porque los difuntos comen la miga junto con la carne del cuy. La colada morada queda para el último. Entre tanto, un viejo sacristán salmodia una plegaria ininteligible, a modo de responso. El sacristán cobra unos centavos.

En un escrito de Darío Guevara Mayorga, que rememora un día de difuntos de los años treinta, se dice que los indios de Tungurahua solían pasar la noche delante de la iglesia de Santo Domingo de Ambato. Dice que las ofrendas fueron panes, cuyes, chicha, papas cocidas y frutas. No sabemos si la costumbre ha cambiado. En todo caso, la gente de las ciudades llega a los cementerios con flores y luego, sin saber cómo ni por qué busca la colada morada y las guaguas de pan. Para la gente de la ciudades lo que cuenta es el sabor y quizá la ráfaga de recuerdos que provocan estas cosas.



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