N° 95 - mayo junio 2015
 
 
 
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mitos y posibilidades

de la basura urbana
 
Daydreamer. ©Vik Muniz


por Nicolás Cuvi

fotografías de Vik Muniz
(las imágenes son retratos de recicladores hechas con desechos, como se explica aquí. Haz clic en cada imagen para ampliarla)

 

Lo hemos escuchado y quizá también lo hemos dicho: en Quito (y otras ciudades) no sirve de nada clasificar la basura. Al fin y al cabo, pasa un solo camión recolector que no distingue entre plástico, papel, vidrios, cáscaras de plátano, residuos peligrosos o papel de baño. Pensaba así antes de adentrarme en el laberíntico sistema de recolección y disposición de residuos sólidos de la ciudad. Ahora he cambiado mi modo de pensar: estoy seguro de que clasificar la basura en las casas, comercios y oficinas genera empleo y evita mucha contaminación. Ahora sé que alrededor de la basura hay muchos mitos, como también muchas posibilidades que ignoramos.

En este artículo se narra, entonces, la historia de la caída de varios mitos, como el que asegura que la clasificación de la basura no sirve para nada, que “todo se mezcla en el camión” o que “va a dar al mismo hueco, botadero o relleno sanitario”. U otro más patético: “en nuestra cultura no se puede clasificar los residuos; si esto fuera Europa, sí... Viera cuando viví en Suiza, ahí sí reciclaba, pero aquí no se puede”. O los que se promulgan en niveles técnicos: “es caro” o “no hay tecnología”. Todo falso. Equivocado. La tecnología para reciclar la mayoría de la basura que se genera en Quito –la orgánica– es tan antigua como la vida: el compostaje. Durante mi recorrido por la basura fui descubriendo estos mitos. Aprendí que en la basura hay más cosas de las que parecen y que hasta cierto punto me había negado a ver.

Mujer planchando / Isis. ©Vik Muniz Atlas / Carlão. ©Vik Muniz

 

 

 

 

 

 


DENTRO DE LA BASURA

Empecé por el final, en el relleno sanitario de El Inga, cerca de Píntag, donde se acumula la basura en enormes volúmenes. En ese paisaje contaminado (en lo visual, sonoro, sensorial) me recibió y acompañó en todo momento la basura en descomposición. Me sentí dentro de la basura, en la sucia excrecencia de nuestra malsana forma de vivir. Alrededor y debajo se pudrían decenas de metros cúbicos de residuos, que emanaban gases tóxicos y efluvios, como los hipertóxicos lixiviados. Era evidente que la “solución” de enterrar la basura no terminaba con el problema de contaminación, solo lo transfería.

Al Inga llegan alrededor de 1 900 toneladas diarias de residuos sólidos urbanos, generados en Quito y alrededores. Los desechos industriales, hospitalarios, escombros y otros considerados peligrosos, tienen protocolos diferentes, aunque algunos también terminan en El Inga, o al ladito, en la empresa Incinerox.

Superada la náusea de adentrarme en ese averno virgiliano me preguntaba: ¿cómo es que existiendo los conocimientos, la tecnología y la gente para reciclar la gran mayoría de esa basura, esta termina en un hueco de podredumbre? ¿No es posible reducir, reusar, reciclar y otras erres que hemos escuchado desde hace décadas? ¿Es por la falta de sistemas de clasificación masivos de basura? En realidad, la falta de clasificación resultó ser apenas una parte del problema.

Pasión. ©Vik Muniz

 

LA CUNA DE LA BASURA

El problema de la basura tiene una íntima relación causal con el estilo de producción y consumo de bienes de nuestros tiempos, en particular con la obsolescencia programada, que es producir deliberadamente cosas para que duren muy poco. Además, está el abuso de materiales innecesarios en el empaque de productos. Eso no significa que todas las cosas producidas o consumidas sean malas, por descontado, pero la lista de cosas innecesarias o programadas para servir solo por un tiempito es interminable. Pensemos en el vaso desechable que alguna vez fue petróleo, sacado de las entrañas de la selva antes de ser transformado en vajilla; luego transportado decenas de kilómetros hasta una tienda; nuevamente transportado hasta el sitio donde un consumidor lo usa durante sesenta segundos; luego tirado, recogido, transportado, enterrado, mezclado con basura orgánica en un caldo de lixiviados y gases de efecto invernadero. Su utilidad, superflua y efímera, genera un bienestar mínimo comparado con sus impactos negativos, enormes y duraderos.

El absurdo sistema de la obsolescencia programada se generalizó como práctica de la industria en los Estados Unidos hace unos setenta años, desde donde fue promocionado como estrategia de desarrollo para el resto del mundo. Es necesario reconocer que ha conseguido su objetivo de manera impecable: aumentar hasta el absurdo las cifras de consumo de cosas que no necesitamos o que duran poco. Ligado a ese sistema de consumo, sin embargo, no ha venido un aumento similar de felicidad. Por el contrario, ese modo de vida trae aparejados problemas como la crisis ambiental, o epidemias de ansiedad y baja autoestima, cuando no podemos comprar todo lo que el sistema vende.

A pesar de la ubicuidad del compra-usa-tira, puede que no todo esté perdido. En realidad, pensando solo en el momento del “tirar la basura”, pueden entrar en juego personas e instituciones que se encargan de convertir lo tirado en cosas útiles: camisetas y tuberías, materiales de construcción, cartón, compost... Pero eso no se hace a gran escala en Quito, donde pese a que alrededor de 60% de la basura es orgánica, completa y fácilmente reciclable, no existen megacomposteras como en otras ciudades, ni son generalizadas las composteras a nivel domiciliario, de condominio o barrio. En vez de ser reciclada, la basura orgánica es enterrada junto con el resto, generando los temibles lixiviados. Pero si todo ese material orgánico podría ser reciclado mediante el compostaje a gran escala, ¿por qué no se lo hace? Planteé mi inquietud a varios ingenieros que trabajan en el área pública. Aunque estaban conscientes de que es posible, contestaron que “es difícil”. Arguyeron que “la sociedad no está preparada” y también razones económicas: la basura orgánica no da plata, no es negocio. ¿Entonces sí es negocio gastar millones de dólares anuales en el relleno sanitario y en el tratamiento de lixiviados? ¿Es eso “rentable”? Al reciclar lo orgánico no solo se evitaría mucha contaminación: con el compost se podrían abonar sitios erosionados, especialmente al norte de la ciudad, o zonas de cultivos, viveros, parques y jardines.

El sembrador / Sumbi. ©Vik MunizLa cargadora / Irma. ©Vik Muniz

 

 

 

 

 

 

 

Me dije que no era posible que todo el mundo pensara y actuara así. ¡Debía existir alguna experiencia de reciclaje de residuos orgánicos a escala, en un barrio o sector de la ciudad! Encontré el primero en Pomasqui, donde la fundación Sembrar Esperanza gestiona la basura de tres parroquias, incluida la orgánica. Hace algunos años una quebrada yerma y llena de basura, el sitio gestionado por la fundación es ahora un paisaje de árboles, flores, terrazas, huerto y vivero de árboles nativos, todo gracias al compost, a la basura orgánica. En las parroquias de Pomasqui, San Antonio y Calacalí, tras un sostenido y bien ejecutado proceso de educación y comunicación, la gente saca la basura clasificada en orgánica, reciclable y no recuperable. Lo cultural no fue, por lo tanto, un impedimento. Ni lo tecnológico. Ni el costo.

No es el único caso. Dentro del municipio, aunque marginales todavía, hay tres centros de Educación y Gestión Ambiental (CEGAM) cuyo objetivo principal es mejorar las condiciones de trabajo y de vida de las personas que recogen basura en las calles. Conocí los tres: uno cerca de La Tola al norte; otro junto al Cumandá en el centro; y el tercero alejado de la mancha urbana, cerca de Pifo. Allí no acopian lo orgánico (el municipio no lo promueve), pero sí toneladas de metales, plásticos, papeles, cartones y vidrios. El administrador del CEGAM que recopila materiales en el centro histórico me fue mostrando cómo sacan el máximo provecho de los residuos, pelando cables para obtener los metales, triturando botellas desechables, clasificando los distintos tipos de papel... Fue grato ver los tres CEGAM organizados y limpios. Mientras veía a las trabajadoras, sobre todo mujeres adultas, me decía: son las verdaderas responsables de que la contaminación no sea mayor. Sin tener nada que ver con la obsolescencia programada ni con el consumo desaforado, arreglan en parte lo que otros millones desordenamos. Aun así, lo recuperado por los CEGAM es poco: cerca de cien toneladas mensuales entre los tres, una ínfima parte de las más de 50 mil toneladas que son enterradas mensualmente en El Inga. Es algo muy bueno, pero casi inocuo. Esto debería ser viral, me dije, y para que lo sea la gente tiene que apoyar más estas iniciativas. Por eso la última parte de la exploración recayó en las casas, en la agencia individual, de cada persona y familia.

La gitana / Magna. ©Vik Muniz

 

LA LIMPIEZA COMIENZA EN CASA

El primer paso para poner orden en casa fue, siguiendo la ordenanza 332 de la ciudad, instalar tres basureros: orgánico, materiales recuperables y materiales no recuperables. Como no tengo un Punto Limpio cerca, saqué las tres bolsas a la calle, con la basura bien separada y limpia, y me senté a observar. Aunque técnicamente esa basura colocada en el espacio público pertenece al municipio, fueron los recicladores informales, muchas mujeres, niñas y niños, quienes pasaron antes del camión recolector y se llevaron mi bolsa de basura con buen material (la de los inorgánicos recuperables, limpia de contaminación). Lo que para mí era basura se convirtió, solo por el hecho de estar bien clasificada y limpia, en un bien para otra persona. Mientras una señora se llevaba mi bolsa reconocí que no me gusta su actividad, que me parece poco salubre, pero tuve que admitir que era un millón de veces mejor que esas personas se apropiaran del aluminio, chatarra, plástico, papel y vidrio que yo había desechado, en vez de enviarlo al insalubre y costosísimo agujero llamado relleno sanitario.

Pero, ¿y si los informales no detectan la funda? ¿Y si nadie pasa ese día? Al investigar supe que mi basura tiene aún dos opciones. La primera es que la bolsa sea detectada por el trabajador que acompaña al camión recolector: él puede apartarla y dejarla en centros de acopio ubicados cerca de la Estación de Transferencia Norte. La segunda, cuando el camión ingresa en la estación de transferencia, es que los integrantes de la asociación Vida Nueva, al rebuscar durante algunos minutos entre las bolsas descargadas por el camioncito, la detecten y separaren antes de que sea compactada en un camión más grande que se las lleva a El Inga. Esas personas, que trabajan por su cuenta en condiciones extremas, son la última línea de defensa para evitar que mi basura vaya al relleno. Y si todas esas instancias fallan, ahí sí, irremisiblemente mi basura irá hasta El Inga.

Conocí las rutas de la basura y fui desmitificando algunas ideas insertas en la cultura. Me sentí mejor, sobre todo por saber que puedo poner mi granito de arena. A pesar de mis esfuerzos, sin embargo, me parece que algo quedó faltando. ¿Eso es todo lo que puedo hacer? Por ahora sí. Clasificar bien en casa, compostar la orgánico y ser más crítico con mis hábitos de consumo. Aunque en realidad, visto en perspectiva, es necesaria una solución a escala. Y esta no es, como todavía escuchamos a veces, las incineradoras, descartadas ya de varios países. Parece más oportuno mirar en las tecnologías que se aprovechan de los procesos naturales, como el compostaje. Parece indispensable implementar un sistema de recogida selectiva, instalar más Puntos Limpios en la ciudad, bandas separadoras en las estaciones de transferencia... Se requiere conciencia, responsabilidad e inteligencia ante el fracaso de los sistemas tradicionales, no solo en Quito. Y, para todo, parece necesaria una sociedad mejor informada. Mientras realizaba el reportaje lo comenté con varias personas: nadie sabía del tema o conocían solo los mitos, no las posibilidades. Como si quisiéramos que la basura permanezca oculta, bajo la tapa del basurero o enterrada en El Inga, pudriéndose a nuestros pies, y nosotros sin querer saber lo que sucede allí debajo



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Nicolás Cuvi es profesor investigador en la FLACSO.
ncuvi@flacso.edu.ec




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