Había estado en este sitio decenas de
veces y, sin embargo, nada había de familiar
en el paisaje. No había rastro de los
verdes cultivos y los secos matorrales con que
se cubre la ondulada geografía que suele
dar la bienvenida a la costa manabita. En su
lugar, un solo interminable lago se extendía
hasta donde alcanzaba la vista, solo interrumpido
por zancudas casas, cuya presencia en la mitad
de toda esta agua desafiaba la razón.
Un joven Jesucristo montubio caminaba sobre
las aguas, haciéndose seguir por los
automóviles que de otra forma no hubieran
atinado el trazado de la sumergida carretera.
Sumergidos también, bajo esa insoportable
calma, estaban las cosechas y las casas, los
recuerdos y los sueños, como sucede cada
vez que el incorregible Niño visita nuestras
costas. La imagen era de una hermosura que insultaba
la desolación evidente en la cara de
los habitantes de los alrededores de Chone,
donde el río se desmadrara el día
anterior.
Tan solo unos kilómetros más adelante,
ya llegando a Montecristi, el paisaje era similar:
más agua que la que abarcaban las plegarias
de años de esta gente agobiada por las
sequías. A pesar de ello, el ambiente
era de carnaval. Varios discos móviles
se habían acomodado en los pocos altos
sin agua que quedaban, derrochando las estridencias
del rap merengue. Los niños se lanzaban
de cabeza desde las copas de los árboles,
ahora accesibles para todo el que supiera nadar.
Las muchachas en bikini no oían los piropos
que sin embargo les hacían sonreír.
Un larvero pescaba con su red en lo que solo
semanas antes fuera el polvoriento parqueadero
de un hotel. Aquí, la inundación
se había establecido hacia algunos días
ya, y lo que en su momento fue calamidad, ahora
era diversión y novedad y hasta fuente
de una alegría inusual.
Este carácter dual del agua —oportunidad
y riesgo, necesidad y amenaza, fuente de belleza
y vehículo de la destrucción,
epítome de vida y mensajera de la muerte—
se manifiesta una y otra vez. Para dar un ejemplo
fresco en la memoria de todos, en Papallacta,
en donde quizás como en pocas partes
el agua brinda placer y trabajo, tanto por sus
truchas como por sus termas, recientemente el
río sepultó a algunos de sus pobladores
causando indecible zozobra. Otro ejemplo que
se refresca cada década es el de Manabí,
de donde las devastadoras sequías producen
éxodos intermitentes e interminables,
y donde las también interminables aguas
de El Niño entierran a los vivos y desentierran
a los muertos.
El agua tiene un ímpetu y una violencia
que difícilmente nos vienen a la mente
cuando contemplamos la sutileza de una gota
o inclusive la lánguida cadencia de las
olas del mar. De la misma forma, los asuntos
relacionados con el agua usualmente no dejan
ver su verdadera volatilidad. Cuando el agua
es abundante y llueve para todos, nos sucede
lo que con la buena salud: la damos por descontada
y hasta la ignoramos, pero cuando llega a faltar,
se convierte en la máxima prioridad y
su política se vuelve tan tumultuosa
como la cascada de San Rafael.
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