En
un lúcido ensayo escrito a mediados de
los ochenta y titulado “H O y las aguas
del olvido”, Iván Illich, ex sacerdote
y pedagogo austriaco radicado en México,
crítico radical de la sociedad industrializada
y de sus instituciones escolar, eclesiástica
y hospitalaria, expone su convencimiento de
que el entubamiento controlado del agua es otro
ejemplo más de la amenaza que una ciudad
moderna representa para los sueños de
sus habitantes.
Manifiesta Illich en su artículo lo siguiente:
“Los sueños han dado forma a las
ciudades; las ciudades, a su vez, han inspirado
sueños y, tradicionalmente, el agua ha
alimentado ambos. Pero tengo serias dudas de
que aún exista el agua que pueda conectar
esos sueños con las ciudades. La sociedad
industrial ha convertido el H O en una sustancia
con la que resulta imposible mezclar el arquetípico
elemento del agua”.
Ricamente documentado, este ensayo nos lleva
a un recorrido por la historia del agua en el
mundo occidental. Dicha historia se sintetiza
en la percepción de varios sonidos diferentes
producidos por el agua; mientras que en un extremo
está la improvisación de los gorgoteantes
manantiales que un príncipe alemán
en la ciudad de Kassel hizo construir en los
jardines de su palacio, en donde “las
aguas de los sueños murmuran, fluyen
y refluyen, rugen y gotean, salpican y corren,
se detienen y pueden lavar y transportarle a
uno. Caen del cielo en forma de lluvia y también
surgen de las profundidades; pueden calar o
sólo salpicar”, en el otro extremo
están el gotear de los desagües
y el sonido de los retretes al descargar.
Con el advenimiento de la Revolución
Industrial a mediados del siglo XIX, la ciudad,
en Europa, se concibe como un cuerpo social
por el que incesantemente debía circular
el agua, sin pausa en su función de portador
de suciedad. A menos que el agua esté
constantemente fluyendo por las calles y salga
por las alcantarillas, la nueva ciudad industrial,
que podría visualizarse como un sistema
de tuberías, se estancará y se
pudrirá. En la actualidad, el agua de
la ciudad entra a ella como mercancía
y sale como residuo.
Illich nos hace comprender que el agua urbana,
en la cultura occidental, tiene principio y
puede, consecuentemente, tener un fin. Al terminar
su reflexión este autor deja planteada
una inquietante pregunta: ¿Queda aún
agua?
Otro autor, Monseñor Silvio Luis Haro,
en su libro titulado: “El culto del agua
en el Reino de Quito”, cita, del Diccionario
de símbolos y mitos de Pérez-Rioja,
lo siguiente: “Entre los elementos de
la naturaleza, el agua es la que mejor impresión
da de lo animado. Por esto tenía para
los antiguos la mayor importancia; y, cuando
se la personificaba, los ríos y las fuentes
eran tenidos como sagrados. El agua era considerada
en la Antigüedad como símbolo de
resurrección y vida. Lava la suciedad
física, pero también la anímica
e incluso evita la contaminación demoníaca,
ya que, según remotas tradiciones, el
agua era el modo mágico más usual
de la catarsis, lustratio o purificación”.
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