Noviembre de 2001
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Por Julián Larrea
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Achigtaita

Los invitadoa al matrimonio esperan con ansia que la fiesta, que durará tres días, empiece.

Hace unos meses se me presentó la oportunidad de participar como padrino en un matrimonio Salasaca. No se me hizo difícil aceptar dicho papel: el tentador aire de aventura acompañaba la invitación.

Una vaca fue el pedido de los novios. “¿Una vaca?, ¿de dónde me saco una vaca?”. Tal dote la cumplí a cabalidad, ya que el cuñado del novio estaba vendiendo una por esas fechas.

“Debes ir con tu esposa y ella debe estar dispuesta a bailar, así como tú a brindar y chumar-cabeza con los invitados durante dos días”, fueron las palabras del futuro esposo. “Bueno, si se trata tan solo de eso no hay problema”, pensé para mí. Emborracharme: tarea no grata pero tampoco imposible. El conseguir una esposa, en mi condición de soltero empedernido, ¡improbable! Solo tenía que solicitar a alguien hacerse pasar por mi mujer. Implorar para que sea madrina de un acontecimiento tan alejado de nuestro medio, y que aprenda a bailar y a hablar el quichua que jamás le enseñaron y que esté dispuesta a comer lo que nunca ha probado, y …

Me aventuré a llamar a Patricia. Sabía que ella no podría rechazar la oferta ¡y lo logré! Ella aceptó con todas las advertencias.

El día llegó y el resumen de tal acontecimiento sigue a continuación. Valga la pena aclarar que éste se lo vivió en lengua natal: el quichua. Así que mitad de esta narración es interpretación de gestos de los participantes y de lo muy poco que sé de dicho idioma, la mitad restante son traducciones literales de quienes me acompañaban.

Llegamos el día anterior al matrimonio. Nos presentamos con parte de la familia de Manuela, nuestra ahijada. El mote, el tostado y la chicha no se hicieron esperar, comimos y nos llenamos. Volvimos a comer y nuevamente probamos las delicias hasta que al final, levantándonos con algo de esfuerzo, nos despedimos como anticipando la fiesta que se avecinaba.

Cuando el sol ya iba cayendo, la Mama Tungurahua se dejaba ver como un tren humeante que avanzaba hacia el oriente. Llegamos a donde pasaríamos la noche, nos probamos los atuendos y, cansados, nos dormimos.

Por la mañana del domingo comenzó la algarabía. Bien despiertos fuimos a vestirnos. Dos viejos vinieron a cumplir con la tradición. A la madrina la vistió una señora mayor acompañada por tres jóvenes (quienes aprendían y preguntaban del porqué de todo como anticipándose a un sueño deseado) y una escuelita de niñas y niños que amenizaban la estancia con gritos, canciones, lloros y sobretodo risas.

La enagua primero, el anaco encima. Guagua y mama chumbi bien apretados evitarían que a la madrina se le caigan las faldas de tanto bailar. Blusa bordada, reboso y fachalina cerrada por un elegante tupo centenario, engalanaban a la muñeca aún no terminada. Pañoletas bordadas de seda de colores sobre los hombros, sombrero salasaca de paño bien prensado y alpargates hechos a la medida completaban la figura de una ñusta, que sería el motivo de admiración de propios y extraños, de indios y mestizos.

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