Hace
unos meses se me presentó la oportunidad
de participar como padrino en un matrimonio
Salasaca. No se me hizo difícil aceptar
dicho papel: el tentador aire de aventura acompañaba
la invitación.
Una vaca fue el pedido de los novios. “¿Una
vaca?, ¿de dónde me saco una vaca?”.
Tal dote la cumplí a cabalidad, ya que
el cuñado del novio estaba vendiendo
una por esas fechas.
“Debes ir con tu esposa y ella debe estar
dispuesta a bailar, así como tú
a brindar y chumar-cabeza con los invitados
durante dos días”, fueron las palabras
del futuro esposo. “Bueno, si se trata
tan solo de eso no hay problema”, pensé
para mí. Emborracharme: tarea no grata
pero tampoco imposible. El conseguir una esposa,
en mi condición de soltero empedernido,
¡improbable! Solo tenía que solicitar
a alguien hacerse pasar por mi mujer. Implorar
para que sea madrina de un acontecimiento tan
alejado de nuestro medio, y que aprenda a bailar
y a hablar el quichua que jamás le enseñaron
y que esté dispuesta a comer lo que nunca
ha probado, y …
Me aventuré a llamar a Patricia. Sabía
que ella no podría rechazar la oferta
¡y lo logré! Ella aceptó
con todas las advertencias.
El día llegó y el resumen de tal
acontecimiento sigue a continuación.
Valga la pena aclarar que éste se lo
vivió en lengua natal: el quichua. Así
que mitad de esta narración es interpretación
de gestos de los participantes y de lo muy poco
que sé de dicho idioma, la mitad restante
son traducciones literales de quienes me acompañaban.
Llegamos el día anterior al matrimonio.
Nos presentamos con parte de la familia de Manuela,
nuestra ahijada. El mote, el tostado y la chicha
no se hicieron esperar, comimos y nos llenamos.
Volvimos a comer y nuevamente probamos las delicias
hasta que al final, levantándonos con
algo de esfuerzo, nos despedimos como anticipando
la fiesta que se avecinaba.
Cuando el sol ya iba cayendo, la Mama Tungurahua
se dejaba ver como un tren humeante que avanzaba
hacia el oriente. Llegamos a donde pasaríamos
la noche, nos probamos los atuendos y, cansados,
nos dormimos.
Por la mañana del domingo comenzó
la algarabía. Bien despiertos fuimos
a vestirnos. Dos viejos vinieron a cumplir con
la tradición. A la madrina la vistió
una señora mayor acompañada por
tres jóvenes (quienes aprendían
y preguntaban del porqué de todo como
anticipándose a un sueño deseado)
y una escuelita de niñas y niños
que amenizaban la estancia con gritos, canciones,
lloros y sobretodo risas.
La enagua primero, el anaco encima. Guagua y
mama chumbi bien apretados evitarían
que a la madrina se le caigan las faldas de
tanto bailar. Blusa bordada, reboso y fachalina
cerrada por un elegante tupo centenario, engalanaban
a la muñeca aún no terminada.
Pañoletas bordadas de seda de colores
sobre los hombros, sombrero salasaca de paño
bien prensado y alpargates hechos a la medida
completaban la figura de una ñusta, que
sería el motivo de admiración
de propios y extraños, de indios y mestizos.
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