¿Cómo
explicarnos, entonces, este giro tan dramático
en la historia de esta pobre hoja que, hasta
hace poco, yacía en los arbustos, convencida
de no haberle hecho daño alguno a nadie?
La hoja de coca, concubina de placer y meditación
de los Isaminas más sabios de los Andes,
no tenía por qué reprocharse sus
facultades estimulantes de cuerpo y espíritu.
No obstante, de un siglo para el otro, se volvió
indeseable, criminal y por lo tanto prohibida.
De sagrada pasó a ser satánica,
de medicinal a venenosa, hasta el punto de ser
calificada como naturaleza nefasta, inútil,
porque según algunos entendidos en la
materia, Dios creó plantas sanas al igual
que plantas malignas, para ver quien caería
en la tentación de comerse la fruta prohibida.
En la región del Putumayo (ya no se sabe
de qué lado de la frontera), el herbicida
ha venido a remplazar la lluvia, y la avioneta
a la nube. En los últimos veinte años,
una larga lista de sustancias han sido arrojadas
desde los cielos para proteger el Jardín
del Edén: el GarIon 4 y el Imazapyr,
utilizados durante años contra coca y
“marimba”; el Tebuthiuron y el Fussarium
oxysporum, que fracasaron ante las pruebas impuestas
por científicos y organizaciones no gubernamentales;
y el “Round Up” o Glifosato, ese
fiel defoliante tan preciado por los cruzados
de la Guerra de la Coca como por los ingenieros
civiles para deshierbar un trecho de los bordes
de una carretera.
En Colombia, 41 000 ha fueron fumigadas en 1997,
66 000 en 1998, 50 000 en 1999, y la coca no
desaparece. Fueron lOO 000 ha hasta 1998, 200
000 hasta el 2000. ¿Cuántas hectáreas
más serán en el 2001, 2002 o 2003?
A pesar de esto, la hoja mágica de las
viejas culturas del continente subsiste y se
riega como monte.
Poco o nada tuvo que ver la hoja con el hecho
de que llegó a ser tan odiada. Fue la
obra de unos pocos hombres, lejos de los valles
y de las culturas autóctonas de América,
que a la “coca” le añadieron
la “ina” ingerida por la nariz y
no mascada entre cachetes, en polvo blanco en
lugar de seca, verdácea o café.
La sustancia modificada se volvió droga
de los ejecutivos de las altas torres de vidrio,
de los “nuevos sabios” de un mundo
veloz, cibernético, competitivo, donde
el más lento soñador o despistado
“se quedó porque se quedó”.
Estos encorbatados, hijos del business boom
de la década de los ochenta, estresados,
enervados, presionados y ansiosos de relajarse,
prefirieron “esnifar” que mascar.
En tiempos en que la cocaína no era sino
una incógnita novedosa, el propio Sigmund
Freud no vaciló en recomendar a viva
voz que todos sus amigos la consumiesen, por
ser, según él, generadora de una
potente fuente de energía que trascendía
los límites del cansancio y de la voluntad
humana, facilitando el arduo trabajo intelectual.
Es justamente por ser costosa, propicia al trabajo
y a las aspiraciones de poder, que la cocaína
se volvió una droga de negociantes, millonarios
y presidentes.
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