Febrero de 2002
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Por Nicolás Cuvi
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

La otra playa

En una recóndita playa de ensueño, ubicada entre los poblados de Galerita y Quingue, el intenso verde de los bosques húmedos se fusiona con el azul marino. Sin duda un paisaje único.

Cuando recorrí por vez primera las playas y bosques del litoral sur de Esmeraldas, entre Galera y San Francisco, quedé impresionado por la calidad humana de su gente y, sobre todo, por su rica naturaleza. Desde entonces no he encontrado mejor lugar donde pasar mis clásicas vacaciones en la Costa.

Antes de conocer estos parajes, consideraba imposible que en nuestro país existan bosques húmedos colindantes con la franja costera, como los he visto en Costa Rica o el Brasil. Equivocadamente asumía que estos verdes paisajes habían desaparecido del Ecuador por el avance de la frontera agrícola, la construcción de camaroneras y la extracción de madera. Pero aquí estoy: sentado en una pequeña y desierta playa, rodeado de cedros, laureles, bromelias, bejucos y orquídeas, bañándome en un cristalino río que desemboca plácido en la mar embravecida.

Es marea baja, y a ambos lados de esta playa, desde la base de gigantescos acantilados, se extiende una extensa terraza rocosa hasta sumergirse en el mar. Allí, varias mujeres, hombres, niñas y niños, gente negra y montubia, caminan capturando pulpos con un gancho de alambre. En el océano, pescadores artesanales fijan redes de enmalle al fondo o lanzan sus anzuelos; cual equilibristas que nada envidian a los del mejor circo ruso, se bambolean sobre sus rústicos bongos mientras avanza el día.

Calzados con botas de caucho, junto con Antonia, mi compañera de aventuras, decidimos caminar por la terraza rocosa, y no tarda en sorprendernos la riqueza de organismos que viven entre las piedras y en las pozas formadas durante la marea baja. Ello no es casualidad, pues es sabido que los hábitat rocosos como éste albergan una diversidad mayor que otros como los arenosos: la ventaja es que proveen de una superficie a la cual se adhieren los organismos sedentarios. Peces, cangrejos, churos, conchas, erizos, algas y cientos de otras especies hacen del recorrido una delicia.

Nos acercamos a una señora, recia negra de cincuenta y tantos años, curtida por la brisa marina. Armada de un machete, nos muestra un pez morena al cual ha propiciado un certero golpe y que será su almuerzo. Semejante arte de pesca me impresiona, pero no más que cuando nos enseña un pequeño balde con pulpos del cual extrae dos bellos ejemplares que nos regala. De cuando en cuando dirigimos la mirada al horizonte; no podemos siquiera imaginar cuántas especies más habitan las grandes rocas sumergidas mar adentro, en los bosques de coral negro.

Más adelante llegamos a otra pequeña playa donde descubrimos un nido de tortuga; inmediatamente borramos las huellas de esta especie en peligro y creamos otras en la arena para distraer a la gente local, que desentierra estos nidos para recolectar los huevos y comerlos. Algunos pasos después, nos detenemos en la base de un acantilado de más de cien metros de altura; erosionado por el viento, deja caer a nuestros pies pequeñas rocas y arcilla. Extenuados, descansamos sobre una roca mientras bandadas de piqueros y pelícanos surcan las olas. Y entonces, a 500 metros de la costa, divisamos el chorro de una ballena jorobada que ha migrado desde los fríos mares antárticos para reproducirse en estas cálidas aguas.

Lee el artículo completo en la edición No 16
de ECUADOR TERRA INCOGNITA

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