Septiembre de 2002
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Por Jorge J. Anhalser
Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo

Andes. De la mitología indígena

Maltrecho, con la cumbre derrumbada y la gallardía apabullada, se levanta el frustado amante: El Altar

Los cerros aunque parezca, no son sólo cerros, son hombres o mujeres, son buenos o malos, celosos o bandidos, jóvenes o viejos, sabios poderosos o divinidades menores y mezquinas. A ellos se agradece cuando las cosechas producen bien, se les pide para asegurar la buenaventura de los recién nacidos, también de los recién casados. Se les achaca los años secos, los muy lluviosos, los terremotos y aunque no ocupen ningún nicho en la iglesia, a ratos en cuestiones de influencia estos cerros o Apus, como se les llama con reverencia, se disputan el puesto con los santos católicos. Si se nublan están malgenios, si caen truenos en sus cumbres están iracundos. Andan rodeando los valles con apariencia de comunes mortales y recompensando la bondad o castigando la avaricia de la gente con la que se topan. Si hay un deslave en sus laderas es porque algún advenedizo estuvo a punto de encontrar los tesoros que con recelo ocultan. Son capaces, según dicen los mayores, de demostrar infinita ternura o temible enojo.

Cuentan estos mismos mayores, que cuando joven el Imbabura correteaba a las lindas guambritas (chicas), de todas ellas se casó con María de las Nieves Cotacachi. De esa unión nació un guagua (niño) que no ha acabado de crecer, por apelativo lleva el de Yanaurco y por apellido el de Piñán, está al lado de su madre y juega entre lagunas, montes y nieblas. Ficticia o no la fama de huynandero (conquistador de corazones) de este cerro, parece que hubo muchos vástagos más. Hasta hace poco era cosa común entre las longuitas (jóvenes muchachas) responsabilizar al taita (padre) Imbabura por preñeses incómodas de explicar de otra manera. Ahora el Imbabura ha madurado, la paternidad de los guaguas, cuando no hay más recurso, se endilga a otros seres mitológicos como el “chuzalongo”. A esta montaña la ve la gente común como a un protector y los shamanes como a un poder superior capaz de inspirarlos y guiarlos.

El Chimborazo, pese a ser el más grande, no tiene el mágico poder que posee el Imbabura. Aunque cuentan, los que así lo oyeron, de su inmensa fuerza demostrada a las claras cuando hace mucho tiempo su mujer, la mama Tungurahua, poseedora de un carácter eruptivo y según parece algo fogoso, tuvo un romance con el vecino Altar. Difícil parece les fue ocultar el secreto idilio, sobre todo tomando en cuenta que el agraviado es tan alto que todo lo ve. Más temprano que tarde taita Chimborazo se dio cuenta del engaño y descargó toda su furia contra el inoportuno que le robaba los cariños de su amada. El desdichado Carihuairazo salió en mala hora a favor del Altar, que iba recibiendo la peor parte de la contienda. Pero ni entre los dos pudieron contra el poderoso y celosos Chimborazo. Desde entonces ambos perdedores lucen maltrechos, sus cumbres derrumbadas y su gallardía apabullada. La Tungurahua inconforme lanza humos y fuegos cada que se acuerda de su frustrado romance

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