Los
cerros aunque parezca, no son sólo cerros,
son hombres o mujeres, son buenos o malos, celosos
o bandidos, jóvenes o viejos, sabios
poderosos o divinidades menores y mezquinas.
A ellos se agradece cuando las cosechas producen
bien, se les pide para asegurar la buenaventura
de los recién nacidos, también
de los recién casados. Se les achaca
los años secos, los muy lluviosos, los
terremotos y aunque no ocupen ningún
nicho en la iglesia, a ratos en cuestiones de
influencia estos cerros o Apus, como se les
llama con reverencia, se disputan el puesto
con los santos católicos. Si se nublan
están malgenios, si caen truenos en sus
cumbres están iracundos. Andan rodeando
los valles con apariencia de comunes mortales
y recompensando la bondad o castigando la avaricia
de la gente con la que se topan. Si hay un deslave
en sus laderas es porque algún advenedizo
estuvo a punto de encontrar los tesoros que
con recelo ocultan. Son capaces, según
dicen los mayores, de demostrar infinita ternura
o temible enojo.
Cuentan estos mismos mayores, que cuando joven
el Imbabura correteaba a las lindas guambritas
(chicas), de todas ellas se casó con
María de las Nieves Cotacachi. De esa
unión nació un guagua (niño)
que no ha acabado de crecer, por apelativo lleva
el de Yanaurco y por apellido el de Piñán,
está al lado de su madre y juega entre
lagunas, montes y nieblas. Ficticia o no la
fama de huynandero (conquistador de corazones)
de este cerro, parece que hubo muchos vástagos
más. Hasta hace poco era cosa común
entre las longuitas (jóvenes muchachas)
responsabilizar al taita (padre) Imbabura por
preñeses incómodas de explicar
de otra manera. Ahora el Imbabura ha madurado,
la paternidad de los guaguas, cuando no hay
más recurso, se endilga a otros seres
mitológicos como el “chuzalongo”.
A esta montaña la ve la gente común
como a un protector y los shamanes como a un
poder superior capaz de inspirarlos y guiarlos.
El Chimborazo, pese a ser el más grande,
no tiene el mágico poder que posee el
Imbabura. Aunque cuentan, los que así
lo oyeron, de su inmensa fuerza demostrada a
las claras cuando hace mucho tiempo su mujer,
la mama Tungurahua, poseedora de un carácter
eruptivo y según parece algo fogoso,
tuvo un romance con el vecino Altar. Difícil
parece les fue ocultar el secreto idilio, sobre
todo tomando en cuenta que el agraviado es tan
alto que todo lo ve. Más temprano que
tarde taita Chimborazo se dio cuenta del engaño
y descargó toda su furia contra el inoportuno
que le robaba los cariños de su amada.
El desdichado Carihuairazo salió en mala
hora a favor del Altar, que iba recibiendo la
peor parte de la contienda. Pero ni entre los
dos pudieron contra el poderoso y celosos Chimborazo.
Desde entonces ambos perdedores lucen maltrechos,
sus cumbres derrumbadas y su gallardía
apabullada. La Tungurahua inconforme lanza humos
y fuegos cada que se acuerda de su frustrado
romance
|