N° 22 - marzo abril 2003
 
 
 
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el humor quiteño en la memoria de

Nicolás Kingman
 
El antiguo palacio municipal en la calle Venezuela y la esquina de la Plaza Grande, sitio predilecto de los contadores de cachos en los cuarenta del siglo pasado. Foto: Archivo Nacional de Fotografía



por Juan Sebastián Martínez
*

 


C
on la amargura de quien reconoce la pérdida de un amigo, Nicolás Kingman, uno de los periodistas ecuatorianos que más ha utilizado el recurso de lo jocoso, nos advierte que el humor ha sido acallado en nuestro Quito de cada día. “¿Qué pasó? ¿Por qué fue menospreciado?”, se pregunta don Nicolás cuando compara sus recuerdos con lo que hoy escucha y mira. Y nosotros, al oír su señal de alarma, no podemos más que anclar el entrecejo y ensayar varios tipos de explicación.

El buen humor, esa actitud de sonreír o de hacer sonreír al resto, es una manera específica de enfrentarse al mundo y a la vida: es una de las formas más eficaces que hemos encontrado los humanos para roer la adversidad. Sirve, al mismo tiempo, como un mecanismo que nos permite expresar lo inefable y mostrar así nuestro punto de vista interior. El humor se convierte entonces en una licencia para interpretar los actos personales, políticos y comunitarios; para mostrar el absurdo de muchas de nuestras prácticas e instituciones. Por eso está tan arraigado en la humanidad. Por eso no se lo puede eliminar, aunque en ciertos momentos históricos aparezca mermado.

Pero, ¿qué mueve a Kingman a señalar la pérdida del sentido del humor en nuestra ciudad? Podríamos suponer que se trata de aquella ilusión antropológica descrita ya en la Edad Media por Jorge Manrique:

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando,
cuán presto se va el placer;
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

¿Será, únicamente, esa tendencia humana a exagerar las bondades del pasado, la que motiva al humorista y conversador satírico que ha sido Nicolás Kingman para diagnosticar herido a nuestro ingenio humorístico? Tenemos que admitir que esa posibilidad; no es menos probable que sus ocho décadas le brinden cierta perspectiva de los acontecimientos y que, por lo tanto, sin respaldo de investigaciones científicas, tenga razón cuando afirma que “ya no existe el chistoso, no hay gente con tal sagacidad. No existe porque no hay el conciliábulo. Desaparecieron los cafetines y las cantinas que los albergaban. Esos locales fueron la cuna de la sal quiteña. La sal quiteña ha muerto; que no le quepa duda a nadie.”

Si confiamos en su relato, tenemos que imaginar primero el itinerario del humor que nacía en la bohemia y en el entonces famoso “mentidero” de la Plaza Grande (en donde se reunían el terrateniente, el burócrata y el chulla quiteño): el humor pululaba en esas conversaciones e iba tomando forma de apodos, piropos, mitos y cachos que, cual Fama virgiliana, salían luego de la plaza para invadir calles, portones, salas, comedores, tiendas, farmacias, ministerios, terrazas y habitaciones de un Quito que ya ha sido petrificado bajo las raíces de nuestra presencia, pero que mantiene su movimiento y bullicio en el eco de las casas viejas, en algunos textos archivados y en la memoria de don Nicolás.

Don Nico no habla de una sociedad únicamente risueña, cándida y bonachona. Por el contrario, se refiere a un conglomerado en el que, como en el nuestro, también la violencia y la picardía atacaban al arco de las buenas intenciones. La diferencia, según él, radica en que en la mayoría de las situaciones, tanto lo aceptado como lo antisocial tenían algún ingrediente de comicidad.

Y recuerda muchos ejemplos. Tal es el caso de lo ocurrido en la Asamblea Constituyente de 1944. Los asambleístas se reunían en el palacio de Carondelet. En ese tiempo era muy común que se corte el fluido eléctrico. Como las reuniones se extendían hasta las horas nocturnas, se había tomado la previsión de que cada miembro tenga una vela y unos fósforos a la mano para que cada vez que se apaguen las bobinas, los honorables iluminen la sala de inmediato y puedan proseguir con sus discusiones. Pero, cuando las cosas se ponían tensas, muchos aprovechaban el apagón para arrojar sus velas contra las cabezas de los políticos adversarios.

Nicolás Kingman, en una de sus veladas.

En una de aquellas noches, los focos eléctricos se volvieron a prender en el momento justo en el que el doctor Manuel Elicio Flor (prominente miembro del Partido Conservador que por una escasa diferencia de votos no llegó a la presidencia de la república en 1948) se disponía a lanzar su vela a la cabeza de Pedro Saad, secretario del Partido Comunista. Según Nicolás, debido al carácter grave y flemático del asambleísta Flor, sus colegas lo sorprendieron incrédulos cuando, "erguido sobre sus plantas y blandiendo una gruesa vela en su diestra, se preparaba para lanzarla como un cohete”. Saad, por su parte, sentado unos metros adelante esperaba tranquilamente al proyectil, porque evidentemente no se había percatado del peligro. “Repuestos de su sorpresa, en pleno regocijo y riéndose a carcajadas, los legisladores le otorgaron un aplauso unánime al doctor Flor”. Pedro Saad se levantó y entre risas dio un abrazo al desconcertado e involuntario bromista.

Es verdad que el impacto de una vela en una testa medianamente resistente no puede hacer mucho daño, a diferencia del estrago que puede causar, por ejemplo, un cenicero de cristal cortado; pero también es verdad que para que en una sala en donde se discutía con pasión partidista se haya resuelto tal incidente de una manera conciliadora, fue necesario una gran dosis de buen humor. Sin duda la actitud humorística permitió mirar una dimensión absurda de dicha escena y, consecuentemente, liberó al compañerismo y a las risotadas.

Otro ejemplo de actitud humorística es el diálogo que sirvió para que los pintores y amigos Eduardo Kingman (hermano de Nicolás) y Diógenes Paredes hagan las paces.

Resulta que, en medio de una discusión desenfrenada, Eduardo Kingman noqueó a Paredes rompiéndole una botella en la cabeza. Tan aparatosa fue la caída del “Monstruo” Paredes (como lo apodaban sus amigos por su fortaleza física y de carácter) que los testigos pensaron que el botellazo lo había matado.

Inmediatamente llamaron a la ambulancia. Diógenes no estaba en peligro de muerte, pero tenía cortado el cuero cabelludo. Al siguiente día, el pintor Paredes medio recuperado y totalmente consciente de que él había empezado con las agresiones verbales, cogió el teléfono y marcó el número de Kingman. La conversación fue breve y más o menos así:

- Hola Eduardo, ¿cómo estás?

- Bien, ¿por qué?

- ¿Cómo que por qué? ¡Por tu culpa tengo diez puntos!

- ¡Ah! Es la mejor calificación que has tenido en tu vida.

Ese ingenio humorístico era parte de la vida capitalina, de él participaban quiteños y provincianos residentes en Quito (como el pintor lojano o gran parte de los asambleístas, que sin duda provenían de todo el Ecuador). Tanto quienes nacieron en la ciudad como quienes llegaron para habitarla, fueron los responsables de aquel ambiente de tintes carnavalescos que funcionaba, en palabras de Nicolás, como una defensa “ante la realidad de un universo limitado y evanescente, donde todo marchaba a un mismo compás lento, sincrónico, y se volvía inaccesible a una clase media relegada que, en definitiva, era la sustentadora de aquel humorismo amargo y patético que la tipificaba”.

En efecto, el humor reinaba en todos los grupos sociales. Evidentemente cada sector se apropiaba de lo humorístico desde una mirada peculiar. No obstante, quienes desarrollaron con más solidez la sal quiteña, fueron unos personajes de medianos recursos económicos que no pertenecían a las familias de supuesto abolengo, pero que tampoco se podían identificar con los campesinos, con los pobres ni con los indios. Eran un grupo grande de sujetos que llevaron sobre sus hombros la carga que supuso el tránsito de un Quito aldeano a otro con las características de la ciudad moderna que hoy conocemos. Eran los chullas quiteños: llamados así (despectivamente en un primer momento) por tener una sola leva: chulla leva y un calé (chulla es un vocablo quichua que significa "solo", "sin par").

El "Terrible Martínez" haciendo las delicias de los socios del club de fúbol Crack, entre los que se puede observar a Galo Plaza Laso.

El chulla quiteño se convirtió rápidamente en el personaje emblemático de la ciudad. Era oportunista debido a las escasas posibilidades de subsistir y tenía remordimientos frente a los adinerados, a quienes les mostraba respeto (porque eso significaba conseguir empleo). Alardeaba una falsa riqueza frente a quienes consideraba socialmente pares o inferiores para procurarse respeto; casi nunca lo conseguía. En tal contexto, el humor y la picardía eran las armas del chulla para recuperar algo de su dignidad.

Tal vez el representante más famoso del chulla quiteño fue el “Terrible” Martínez. Su ingenio para la trampa graciosa fue un tema recurrente entre los quiteños de mediados del siglo XX. El “Terrible” era un personaje que, pese a no tener dinero, permanentemente se las ingeniaba para organizar fiestas y pagar noches de jarana a la clientela de las cantinas del centro de la ciudad. Para sobrevivir era capaz de ejecutar estafas pintorescas que inmediatamente eran comentadas por afectados y ajenos entre risas y casi sin reproches o dejos de indignación.

Kingman asegura que uno de los oficios más típicos del “Terrible” era el de agente vendedor de productos inservibles. Un buen día, por ejemplo, se presentó en el Banco Central a ofrecer un líquido para limpiar los vidrios que, según él, era tan eficaz que podía dejar reluciente en cinco minutos a un gran ventanal que de tan mugroso ensombrecía uno de los vestíbulos del edificio. En un primer momento y porque conocían al personaje, las autoridades del banco no le aceptaron ni siquiera la demostración gratuita. Pero gracias a su jocosa forma de insistir le permitieron echar un poco del líquido “prodigioso” sobre aquel cúmulo de hollín.

¿De qué mañas se valdría el “Terrible” Martínez para convencer al gerente del banco, don Guillermo Pérez Chiriboga, quien supervisaba la obra personalmente, de que lo deje trabajar en privado? Nadie lo sabe. Lo cierto es que el chulla aprovechó la falta de vigilancia para remplazar el vidrio viejo y esconderlo con la ayuda de un amigo a quien había llevado en calidad de socio.

Cuando el gerente volvió, quedó maravillado por el poder limpiador del producto que había dejado al vidrio tan transparente. En el acto ordenó a uno de sus empleados que compre suficiente limpiavidrios para aplicarlo en todas las ventanas de la institución.

El “Terrible” había llegado bien provisto y suministró, luego de recibir el dinero correspondiente, varios galones del líquido mágico. Cuando el estafador se había marchado, otro empleado encontró el vidrio sucio escondido y entonces no tardaron en darse cuenta de que las canecas del famoso limpiavidrios no eran más que litros y litros de simple, vulgar y poco efectiva agua de la llave.

Las estafas y demás pillerías del “Terrible” Martínez no terminaban de ofender a los quiteños de la época porque nunca provocaban mayores daños. Sus víctimas eran más bien sus conocidos y eran ellos quienes, finalmente y pasadas las iras, más festejaban cada nueva ocurrencia. Todos sabían que tarde o temprano estarían conversando con el “Terrible” y dejándose invitar una copa por él, o riéndose de sus chistes y de sus representaciones paródicas de personajes públicos. Pero era una vez más el buen humor el que permitía tomar distancia de los hechos y reírse de su tiesura



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Juan Sebastián Martínez es comunicador, con títulos en literatura por la PUCE y la universidad de Sevila. Fue editor de ETI hasta 2006. juan_sebastianm@hotmail.com




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