Durante años he dedicado mi tiempo y
esfuerzo a investigar la quinta ballena más
grande del mundo, la Jorobada. No es difícil
imaginar que en el pasado estos animales de
aproximadamente 16 metros y 28.000 kilogramos
fueran concebidos como protagonistas monstruosos
de historias mágicas y sorprendentes:
como seres respetados y odiados por el desconocimiento
de su realidad, para después cargar con
el tristemente célebre membrete de animal
más codiciado del mar.
La capa de grasa que rodea su cuerpo la protege
del frío y alcanza los 50 centímetros
de ancho. En la época de alimentación,
las jorobadas consumen hasta una tonelada diaria,
entre pequeñas sardinas y krill (crustáceo
similar al camarón). El aceite de ballena,
elaborado con su manteca, era utilizado para
engrasar los antiguos relojes y lubricar todo
tipo de máquinas; servía también
para tratar al cuero, fabricar velas, jabones,
resinas sintéticas y para la industria
de los perfumes y cosméticos. Además
de su gruesa capa de grasa, las barbas, las
glándulas endocrinas, el hígado,
la carne y los huesos molidos eran aprovechados
para obtener productos farmacéuticos,
hormonas, vitaminas y conservas para ciertas
especies domésticas. Todo el animal se
consideraba “oro en polvo”, en aquella
época en que el aceite era escaso.
La tecnología ballenera fue perfeccionando
sus mortíferas armas hasta llegar a los
eficaces arpones explosivos. Se estima que la
población de jorobadas en el mundo, antes
de la cacería, era de 200.000 individuos.
Actualmente, la población mundial se
calcula entre los 10.000 y 20.000 ejemplares.
Gracias a Dios, como diría alguna viejita
beata del centro de Quito, aquellos tiempos
quedaron atrás: los arpones fueron reemplazados
por cámaras y los crueles balleneros
por curiosos turistas que viajan miles de kilómetros
con la única finalidad de presenciar
un extraordinario y asombroso salto de ballena.
Las ballenas regresan a nuestro país
cada año. Viajan cerca de 8.000 km, a
una velocidad media de 14 km/h, para escapar
de las frías aguas antárticas,
buscando zonas de baja profundidad y temperatura
cálida donde las hembras puedan parir
a sus ballenatos. El período de gestación
es de 10 a 12 meses, tiempo en el cual la cría
alcanzará cerca de los 4 m y los 1.800
kg.
Como siempre, la sabiduría de la naturaleza
proporcionó al ballenato una adecuada
alimentación. La leche de ballena es
mucho más viscosa que la de los mamíferos
terrestres: tiene poca agua (40-45% del total)
y más cantidad de grasa (40-50%), si
comparamos con el apenas 17% de grasa y el 80%
de agua contenida en la leche de algunos mamíferos
domésticos. La madre produce diariamente
de 100 a 130 galones de grasosa y nutritiva
leche que ayudará al bebe ballena a doblar
su tamaño y peso en menos de un año.
El nacimiento y seguridad de las crías
no es el único propósito que motiva
a las jorobadas a regresar a nuestras costas.
También les atrae la posibilidad de aparearse:
tarea esencial si tomamos en cuenta que las
hembras ovulan una sola vez en la estación
y que, por lo tanto, los machos tendrán
una sola oportunidad para fecundarlas.
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