Mayo 1999
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Por Rogelio de los Campos Rioverde
Foto J.M.W

Huaorani

Muchas costumbres huaorani solo permanecerán mientras viva la generación Huepe. Aquí con su bodoquera y su pote de curare.

No es fácil describir a un pueblo tan original, poseedor de una reputación de despiadada ferocidad; ni es fácil que la sociedad occidental comprenda su manera de pensar y de vivir. Existen muchos relatos y libros acerca de ellos, muchos cargados de fantasía o que se concentran únicamente en los cruentos detalles de su historia bélica.

Este pretende ser un relato diferente. No es un análisis antropológico, tampoco la exaltación de un mito ni la descripción de la guerra de las lanzas que vivió este pueblo hace no más de 40 años. Aquí intento retratar una faceta poco conocida que me brindaron algunos de los miembros más viejos de esta fantástica cultura en los tres años que viví entre ellos, y que, ojalá, ayude a que nos acerquemos a su verdadero corazón. Estos viejos son un ejemplo de lo que puede alcanzar el ser humano a través de generaciones de vivir inmerso en la naturaleza, en Dios y en sus congéneres. Lo que relato aquí es lo que me han permitido ver y entender estos personajes. Seres únicos, cada uno arquetipo de las diferentes expresiones humanas reducidas a su forma más pura e inalterada. Nadie pretende ser como nadie y cada quien es simplemente quien es.

Fluidos y dinámicos, sin atadura a cosa alguna, acostumbrados a nada, totalmente desprendidos, viviendo únicamente en el presente. Siempre están listos a saltar y correr o a entregarse desde la madrugada a horas enteras de cánticos. Más fuertes que ninguno pero sin sentido de su propia fuerza o de la perfección de su cuerpo. ¡Qué manera de reír, qué manera de gozar! Con una sinceridad completa en cada movimiento, en cada frase y en cada silencio. Uno no puede menos que conmoverse ante la perfecta integración que parecen haber logrado entre sus mentes, espíritus y cuerpos, y a la vez con la energía divina del universo. Son soberanos absolutos: libres de dudas, libres de ataduras y de caos interno.

Sin embargo, hay que hacer un esfuerzo sincero para llegar a conocerlos ya que son personas que viven adentrados en sí mismos. Si no te das cuenta de que son como un espejo en el que se refleja tu propio estado de conciencia, te puedes decepcionar profundamente. En la mayoría de ocasiones dirán lo que quieres escuchar y harán lo que quieres ver y esto dura hasta que les da la gana. Son capaces de robarte todo lo que has traído y dejarte botado en medio del monte o verte como a un árbol de frutas del que pueden cosechar todas sus posesiones materiales. A mí, creo que por la actitud sincera con que llegué, siempre me trataron como a un amigo y no me robaron más que el corazón. Yo fui sin prejuicios, sin deseos de ninguna clase, no llevé mucho más que mis manos para trabajar. Creo que por eso tuve el privilegio de que me llamaran huebeca huaorani. Ese es mi consejo para quien quiera conocerlos: que vaya con el corazón sincero y que llegue donde los viejos, que son los que nunca cambian; que se acerque como a hermanos de la misma patria, aunque la mayoría de ellos, especialmente los de más edad, ni siquiera sepan que viven en el Ecuador.

No comprendo hasta ahora que Huepe, un anciano de Quehueiriono, nunca duerma. Durante dos semanas fui el primero en despertarme y el último en cerrar los ojos, solo para intentar verlo descansar. Sentado cómodamente en su hamaca, mientras hilaba chambira, Huepe no dormía la noche entera. Me despertaba en la madrugada, junto al fogón que se había apagado al costado de mi hamaca.


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