N° 30 Julio -agosto de 2004
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Texto Patricio Mena Vásconez
Foto Pete Oxford y Reneé Bish

Patrimonio natural: La metáfora de lo imperfecto

El nado apacible de una nutria gigante (Pteronura brasiliensis) en las aguas del río Tiputini, dentro del Parque Nacional Yasuní. Irónicamente, uno de los mamíferos con mayor peligro de extinción en Ecuador habita en el área protegida más codiciada por la actividad petrolera.

Patrimonio es una palabra que me resulta algo extraña. Me hace pensar en varias cosas a la vez, algunas gentiles, otras no tanto. Las no tanto tienen que ver con conceptos gerenciales, como los que tenemos que aprender casi a patadas las personas que no gozamos mucho al hacer esas tareas. “Diferencia entre los valores pertenecientes a una persona física o jurídica y las deudas y obligaciones de que responde”, nos dice el venerable diccionario. “Es lo que te queda después de que restas de tus activos los pasivos”, nos dicen los administradores, creyendo ser más didácticos.

En pocas palabras, tu patrimonio es lo que realmente tienes a pesar de que parezca que tienes más, porque te olvidaste de las deudas. Cuando hemos pertenecido a una empresa o a una fundación, estos conceptos –por más fríos que nos parezcan– llegan a ser parte de la vida cotidiana.

Patrimonio también me suena a algo trascendente, más bien etéreo. A ratos me suena como territorio, solidaridad, evolución o biodiversidad. Son esas palabras que, pudiendo ser definidas con un léxico más o menos simple, connotan sentimientos, sensaciones y percepciones que van mucho más allá de nuestra capacidad de verbalizar o redactar.

Finalmente, patrimonio me suena a algo que recibimos de los que fueron, que debemos cuidar para los que vienen, que debemos respetar, que debemos festejar, que debemos usar y cuya pérdida debemos resentir y condenar con toda la fiereza de nuestra alma y nuestra mente.

Hablemos del patrimonio natural del Ecuador. Ahí estos sentimientos, sensaciones y percepciones se empiezan a multiplicar por un número semejante al número de plantas que hay en nuestro país, que es la décima parte de lo que hay en todo el Globo; semejante a la cifra de especies de pájaros, que llega a ser un quinto del total del planeta, a pesar de que nuestro país, por obra de las guerras y del destino, es pequeño como un colibrí; y semejante a los 3 000 millones de años que se tomó la evolución en producir una pluralidad descomunal de especies, la mayoría de las cuales se adaptó a tierras tropicales como las que hoy conforman el Ecuador.

Este número crece frente a las decenas de ecosistemas que están en la costa, los Andes, la Amazonía, Galápagos y el océano, gracias a la tropicalidad de nuestras tierras, a la presencia de los Andes –que son una escalera donde cada peldaño tiene su propia biodiversidad–, gracias también a las corrientes marinas que convierten al Ecuador en un sánduche entre el desierto de Atacama (el más seco del mundo y con ramificaciones hacia nuestra costa austral) y la selva del Chocó (la zona más lluviosa del globo, que entra hasta Esmeraldas y las faldas noroccidentales de los Andes).

Tales sentimientos, sensaciones y percepciones también se multiplican por el asombroso número de variedades de papa, maíz y cacao que han sustentado la vida de culturas que se rehúsan a morir y que en los páramos, los bosques, los manglares, los estuarios, los lagos, los ríos, las selvas, las islas y los mares, mantienen vivo el cordón umbilical entre gente y naturaleza. También se multiplica (pésele a quien le pese) por la cantidad de especies exóticas, extranjeras, extrañas que han llegado para quedarse, algunas malditas por su agresividad ante la mansedumbre de nuestros tipos nativos, otras bienvenidas porque han contribuido al color de nuestras mesas, lienzos y jardines.

Lee el artículo completo en la edición No 30 de ECUADOR TERRA INCOGNITA

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CONTENIDO REVISTA 30