Patrimonio es una palabra que me resulta algo
extraña. Me hace pensar en varias cosas
a la vez, algunas gentiles, otras no tanto.
Las no tanto tienen que ver con conceptos
gerenciales, como los que tenemos que aprender
casi a patadas las personas que no gozamos
mucho al hacer esas tareas. “Diferencia
entre los valores pertenecientes a una persona
física o jurídica y las deudas
y obligaciones de que responde”, nos
dice el venerable diccionario. “Es lo
que te queda después de que restas
de tus activos los pasivos”, nos dicen
los administradores, creyendo ser más
didácticos.
En pocas palabras, tu patrimonio es lo que
realmente tienes a pesar de que parezca que
tienes más, porque te olvidaste de
las deudas. Cuando hemos pertenecido a una
empresa o a una fundación, estos conceptos
–por más fríos que nos
parezcan– llegan a ser parte de la vida
cotidiana.
Patrimonio también me suena a algo
trascendente, más bien etéreo.
A ratos me suena como territorio, solidaridad,
evolución o biodiversidad. Son esas
palabras que, pudiendo ser definidas con un
léxico más o menos simple, connotan
sentimientos, sensaciones y percepciones que
van mucho más allá de nuestra
capacidad de verbalizar o redactar.
Finalmente, patrimonio me suena a algo que
recibimos de los que fueron, que debemos cuidar
para los que vienen, que debemos respetar,
que debemos festejar, que debemos usar y cuya
pérdida debemos resentir y condenar
con toda la fiereza de nuestra alma y nuestra
mente.
Hablemos del patrimonio natural del Ecuador.
Ahí estos sentimientos, sensaciones
y percepciones se empiezan a multiplicar por
un número semejante al número
de plantas que hay en nuestro país,
que es la décima parte de lo que hay
en todo el Globo; semejante a la cifra de
especies de pájaros, que llega a ser
un quinto del total del planeta, a pesar de
que nuestro país, por obra de las guerras
y del destino, es pequeño como un colibrí;
y semejante a los 3 000 millones de años
que se tomó la evolución en
producir una pluralidad descomunal de especies,
la mayoría de las cuales se adaptó
a tierras tropicales como las que hoy conforman
el Ecuador.
Este número crece frente a las decenas
de ecosistemas que están en la costa,
los Andes, la Amazonía, Galápagos
y el océano, gracias a la tropicalidad
de nuestras tierras, a la presencia de los
Andes –que son una escalera donde cada
peldaño tiene su propia biodiversidad–,
gracias también a las corrientes marinas
que convierten al Ecuador en un sánduche
entre el desierto de Atacama (el más
seco del mundo y con ramificaciones hacia
nuestra costa austral) y la selva del Chocó
(la zona más lluviosa del globo, que
entra hasta Esmeraldas y las faldas noroccidentales
de los Andes).
Tales sentimientos, sensaciones y percepciones
también se multiplican por el asombroso
número de variedades de papa, maíz
y cacao que han sustentado la vida de culturas
que se rehúsan a morir y que en los
páramos, los bosques, los manglares,
los estuarios, los lagos, los ríos,
las selvas, las islas y los mares, mantienen
vivo el cordón umbilical entre gente
y naturaleza. También se multiplica
(pésele a quien le pese) por la cantidad
de especies exóticas, extranjeras,
extrañas que han llegado para quedarse,
algunas malditas por su agresividad ante la
mansedumbre de nuestros tipos nativos, otras
bienvenidas porque han contribuido al color
de nuestras mesas, lienzos y jardines.
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el artículo completo en la edición
No 30 de ECUADOR
TERRA INCOGNITA |
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