Permanecía sentado en una silla tallada
y finamente decorada en pan de oro. Tenía
la sensación de que muchos ojos me
miraban y con un cosquilleo me recorría
por todo el cuerpo. Estaba emocionado e inquieto
por descubrir cada rincón de aquel
sencillo taller semejante a un santuario.
Era el taller de Alfonso Rubio: El último
Caspicara*.
Múltiples esculturas de santos atribuidas
a los legendarios Caspicara, Legarda, Montañes,
a las escuelas quiteña, cuencana y
sevillana, bastante deterioradas, esperaban
a que la magia de Alfonso Rubio las “vuelva
a la vida”; lo propio ocurría
con obras de Miguel de Santiago o Samaniego;
todas iban a ser restauradas por el gran maestro
quiteño del siglo XX: el artista que
maneja las técnicas plásticas
como lo hicieron sus predecesores de la época
colonial.
Necesité mucho tiempo para comprender
al maestro Rubio, que a sus 74 años
conoce suficientemente el comportamiento de
los hombres como para no confiar en ellos;
con una leve sonrisa recuerda cada promesa
incumplida y la lección que aprendió:
en el Ecuador las becas no son para los pobres.
En 1941, su padre, Marco Tulio Rubio, reconocido
artista imbabureño, preparaba un lienzo
para que su hijo de apenas 11 años
de edad lo pintara. Siete días bastaron
para que el pequeño Alfonso termine
la obra llenándola de color; el cuadro
fue bautizado como “La Virgen de la
Silla”.
En 1944, a la edad de 14 años, viajó
a Ipiales (Colombia) al taller del maestro
Julio Luna, quien, al ver los dotes del joven
artista ecuatoriano, le encomendó la
elaboración de un busto de tamaño
natural (en madera de cedro) de uno de los
hombres más notables de la historia
liberal colombiana, el Doctor Jorge Eliécer
Gaytán1.
Posteriormente decide viajar a Bogotá,
donde es acogido por el maestro francés
Juan Fleurí, el mismo que le encarga
realizar dos dibujos de Adán y Eva
antes y después del pecado; aplicando
todos sus conocimientos demoró tan
solo medio día en terminar los dos
cuadros (cada uno de 70 x 50 cm). Fleurí
quedó muy impresionado y lo ayudó
a ingresar en la Facultad de Bellas Artes
en la Universidad del Cauca, en Popayán.
En aquella universidad permaneció durante
4 años como alumno oyente. No podía
regularizar su estado porque la universidad
le exigía el titulo de bachiller y
él aún no lo tenía. Alfonso,
junto a su maestro, realizó varios
trabajos de restauración, tanto en
conventos como en iglesias de Popayán,
Gachalá y Sipaquirá.
Elevando su mirada como atrayendo más
recuerdos dice con voz quebrantada: fueron
años de mucho sacrificio y estudios
fuertes, alguna vez no tuve qué comer,
pero a pesar de todas las dificultades también
fueron años de mucha utilidad de aprendizaje.
En 1951, retorna al Ecuador, ubicándose
en el taller del maestro Rodrigo Cerón,
en las calles Loja y Pontón, del barrio
San Sebastián (Quito), perfeccionándose
en la escultura y la restauración.
La emoción se reflejaba en su rostro
mientras me platicaba que a los 22 años
talló una de sus mejores obras. Su
propio cuerpo desnudo le sirvió de
modelo. Para lograrlo utilizó cuatro
grandes espejos y mucha paciencia, sus mágicas
manos dieron vida a esta gran obra a la que
más tarde llamó “El dios
Baco”.
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No 31 de ECUADOR
TERRA INCOGNITA |
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