N° 32 Noviembre - diciembre de 2004
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Texto Manuela Botero
Foto Jorge J. Anhalzer

La gringa que se negó a tumbar el bosque

La Perla se ha convertido en un pequeño refugio para numerosas especies de nuestra flora y fauna que han escapado a la tala y destrucción de uno de los ecosistemas más diversos del país.

Hace apenas 60 años, la zona húmeda de la planicie costera del Ecuador que hoy registra uno de los más rápidos crecimientos poblacionales en el país, era un terreno exuberante e insondable que ni siquiera había sido pisado por los más avezados expedicionarios del siglo XIX como Alexander Von Humboldt o Joseph Kolberg.

Todas las tardes, Susy Sheppard prepara un huevo duro y una taza de café para dárselo a un loro que llega, muy puntual, a su casa ubicada cerca de La Concordia, ahí donde las provincias de Esmeraldas y Pichincha se encuentran y desencuentran.

A más del loro, Susy debe alimentar a dos tucanes, a un perico ligero, a Anabel una mona perezosa que toma mamadera en su regazo y come cogollo de matapalo, y a un número indeterminado de perros y gatos. Y como si fuera poco, no para de pensar en cómo salvar las 266 hectáreas de bosque primario que conserva gracias a un capricho que hace ya 60 años le asaltó el corazón.

Esta mujer, que pasa los 80 y a la que jamás le hizo falta un televisor o una radio porque el palpitar de la selva le fue suficiente, es una de los dos sobrevivientes de un singular grupo de estadounidenses que, a finales de la Segunda Guerra Mundial, y seducidos por las crónicas de un periodista aventurero (el padre de Susy), decidieron domar la exuberante selva que había entre Santo Domingo y Quinindé.

Gracias a dichas crónicas (publicadas en revistas como Readers Digest y American Fruit Grow Magazine) y a otras notas de diversas publicaciones, ciudadanos norteamericanos de diversos orígenes se enteraron de que el gobierno del Ecuador regalaba vastas extensiones de bosque de la costa para fomentar el desarrollo de la zona.

La idea original era establecer a 500 familias estadounidenses pero solo se instalaron una decena de hombres y una mujer: Susan Shepard, quien desembarcó en 1949 y es la única que se quedó viviendo allí, según ella, para siempre...

El asunto funcionaba de la siguiente manera: los estadounidenses solicitaban las tierras (la figura legal se llamaba “denuncia”) por correo en coordinación con Jack Sheppard –quien les enviaba mapas de la zona para que escogieran- y el Instituto Ecuatoriano de Colonización (que todavía no se llamaba IERAC) les adjudicaba un terreno de 50 hectáreas.

Para obtener las escrituras finales, el Gobierno les obligaba tumbar primero el 40 % de selva y luego el 60 %, así lo corrobora Susy, o “la gringa”, como le dicen en La Concordia.

Todo comenzó por una corazonada

Para muchos, el trato se veía como un buen negocio, sin embargo, en el caso de Susy la decisión de venir a colonizar surgió más de un pálpito del corazón que de una aventura económica. Vino porque su madre le regaló un viaje para visitar a su padre y tan pronto puso un pie en los predios de Roscoe Scott –el gringo que más tarde introduciría la palma africana en la zona– decidió que aquí quería labrar su destino, incluso en contra de la voluntad de su padre.

Lee el artículo completo en la edición No 32 de ECUADOR TERRA INCOGNITA

 



 


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