Hace apenas 60 años, la zona húmeda
de la planicie costera del Ecuador que hoy
registra uno de los más rápidos
crecimientos poblacionales en el país,
era un terreno exuberante e insondable que
ni siquiera había sido pisado por los
más avezados expedicionarios del siglo
XIX como Alexander Von Humboldt o Joseph Kolberg.
Todas las tardes, Susy Sheppard prepara un
huevo duro y una taza de café para
dárselo a un loro que llega, muy puntual,
a su casa ubicada cerca de La Concordia, ahí
donde las provincias de Esmeraldas y Pichincha
se encuentran y desencuentran.
A más del loro, Susy debe alimentar
a dos tucanes, a un perico ligero, a Anabel
una mona perezosa que toma mamadera en su
regazo y come cogollo de matapalo, y a un
número indeterminado de perros y gatos.
Y como si fuera poco, no para de pensar en
cómo salvar las 266 hectáreas
de bosque primario que conserva gracias a
un capricho que hace ya 60 años le
asaltó el corazón.
Esta mujer, que pasa los 80 y a la que jamás
le hizo falta un televisor o una radio porque
el palpitar de la selva le fue suficiente,
es una de los dos sobrevivientes de un singular
grupo de estadounidenses que, a finales de
la Segunda Guerra Mundial, y seducidos por
las crónicas de un periodista aventurero
(el padre de Susy), decidieron domar la exuberante
selva que había entre Santo Domingo
y Quinindé.
Gracias a dichas crónicas (publicadas
en revistas como Readers Digest y American
Fruit Grow Magazine) y a otras notas de diversas
publicaciones, ciudadanos norteamericanos
de diversos orígenes se enteraron de
que el gobierno del Ecuador regalaba vastas
extensiones de bosque de la costa para fomentar
el desarrollo de la zona.
La idea original era establecer a 500 familias
estadounidenses pero solo se instalaron una
decena de hombres y una mujer: Susan Shepard,
quien desembarcó en 1949 y es la única
que se quedó viviendo allí,
según ella, para siempre...
El asunto funcionaba de la siguiente manera:
los estadounidenses solicitaban las tierras
(la figura legal se llamaba “denuncia”)
por correo en coordinación con Jack
Sheppard –quien les enviaba mapas de
la zona para que escogieran- y el Instituto
Ecuatoriano de Colonización (que todavía
no se llamaba IERAC) les adjudicaba un terreno
de 50 hectáreas.
Para obtener las escrituras finales, el Gobierno
les obligaba tumbar primero el 40 % de selva
y luego el 60 %, así lo corrobora Susy,
o “la gringa”, como le dicen en
La Concordia.
Todo
comenzó por una corazonada
Para muchos, el trato se veía como
un buen negocio, sin embargo, en el caso de
Susy la decisión de venir a colonizar
surgió más de un pálpito
del corazón que de una aventura económica.
Vino porque su madre le regaló un viaje
para visitar a su padre y tan pronto puso
un pie en los predios de Roscoe Scott –el
gringo que más tarde introduciría
la palma africana en la zona– decidió
que aquí quería labrar su destino,
incluso en contra de la voluntad de su padre.
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el artículo completo en la edición
No 32 de ECUADOR
TERRA INCOGNITA |
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