N° 48 Julio - agosto 2007
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Foto Jorge J. Anhalzer / Archivo Criollo
Algunas plantas del páramo resisten las bajas temperaturas por su estrategia de agregarse en almohadillas, como éstas del Cayambe, a 4 200 metros de altitud. Sus raíces entrelazadas retienen gran cantidad de agua y la liberan de a poco, evitando la erosión y el rápido escurrimiento de las fuentes que abastecen a las ciudades.

Regreso a una tierra desconocida

Texto Karina Paredes

Caminaba después de décadas por esos parajes. Desorientada al reconocer tan poco, dirigía su mirada hacia donde debía estar la laguna de La Mica, o hacia la quebrada que antaño refugiara al bosque de pantzas a cuyo abrigo solía armar el campamento, a 3 900 metros de altitud. Tropezaba con raíces que no deberían estar allí; ya no sentía los cojines rezumantes de agua que amortiguaban sus pasos; sus pies no se hundían como entonces y no había pajonales. Y además por doquier estaban esas aves desconocidas con su incansable craqueo... ¿Dónde estaban los curiquingues? ¿Y los gavilanes alianchos que solían vigilar su ascenso? Claro: era de esperar su ausencia tras la extinción de las ranas que eran su alimento.

Esas ranas fueron las primeras víctimas del calentamiento global, incapaces de sobrevivir a la enfermedad causada por un hongo que vivía en sus pieles, y que prosperó gracias al incremento de temperatura y a las prolongadas sequías. Al mismo tiempo, el deterioro de su hábitat no permitía la recuperación de sus poblaciones ni la reproducción. Fueron las especies con estrategias independientes del agua las que resistieron mayor tiempo.

Otras aves migratorias compartieron la suerte de los gavilanes alianchos. Cuando llegaron del norte fueron encontrando sus refugios destruidos, o una drástica reducción de los recursos que necesitaban para abastecerse y continuar su largo viaje. Muchas murieron, especialmente las acuáticas, cuando los humedales de la Costa se secaron. Otras, con mayor capacidad de adaptación y desplazamientos más cortos, lograron sobrevivir cambiando sus patrones de migración, su estacionalidad y hasta su alimentación. Con todo, por ser especies altamente móviles tuvieron mejor fortuna que aquellas con capacidad de dispersión limitada o que las especies endémicas con requerimientos muy específicos de clima y ambiente.
Desde hacía mucho había iniciado la contracción del páramo por la presión humana en busca de nuevas tierras de cultivo. Aunque ciertas especies se adaptaron al terreno cedido por los glaciares en su retroceso, muchas se resistieron ocupando una franja cada vez más angosta, hasta ser reemplazadas por arbustos montanos más flexibles en sus requerimientos. Por eso ya no estaban allí las esponjas de agua que, durante siglos, administraron el líquido que abastecía a las ciudades. Las mismas que ahora reciclaban y purificaban agua a un enorme costo de energía y recursos.

Aunque dolorosa, tampoco fue sorpresiva la ausencia de otro compañero. Cuando empezó sus estudios sobre el zambullidor plateado ya advirtió sobre lo vulnerable de su situación: cada año disminuía su número con las fluctuaciones climáticas y del nivel de las aguas a cuyas orillas armaba los nidos. Pero, ¡cuántos cambios! Parecía pisar por primera vez aquel lugar que, con sólo cerrar los ojos, podía revivir tal y como se había grabado en su memoria a fuerza de dedicarle innumerables días y noches de cuidadosa observación. Ni siquiera el aire era igual.

Le hubiera gustado sentirse menos egoísta. Por supuesto, había beneficiados con el cambio. Pero para alguien que había asimilado la historia evolutiva de la Tierra como un proceso de miles de millones de años, resultaba incomprensible tal trastorno del paisaje en el transcurso de una generación.

Con frecuencia había observado imágenes satelitales de los cambios en ciertos lugares de la Tierra, y noticias sobre el desorden de las estaciones, oleadas de extinciones, catástrofes, desaparición de islas y antiguas zonas costeras, encarnizadas guerras que diezmaron la población... A ella le llegaron como simples muestras del instinto bélico y las aberraciones agresivas de su especie; por suerte estaba lejos, conformando la primera misión científica que intentaba adaptar plantas, animales y microorganismos terrestres a un planeta con hielo en un sistema solar vecino. Por propia decisión (para salvaguardar su salud mental y mantenerse concentrada en su trabajo) había permitido que el consorcio para el que trabajaba filtrara la información que le llegó durante 30 años de permanencia en la colonia espacial. Y antes de volver fue advertida: nada era como antes.

 

 




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