N° 49 Septiembre - octubre 2007
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Foto Karla Gachet
El pueblo shuar se va organizando en su territorio de las montañas amazónicas. En sus reuniones periódicas, como está realizada en Kuankus a comienzos de julio de 2007, no falta la yuca, el plátano verde y la chicha.

¿Se puede gobernar con Arutam?

Texto Juan Sebastián Martínez

En la zona norte de la ladera ecuatoriana de la cordillera del Cóndor habitan mil familias shuar que se han agrupado bajo un objetivo común: delimitar su territorio para combatir las amenazas que la mundialización impone sobre su gente y su cultura. Dicho proceso conlleva la necesidad de crear un gobierno que, fronteras adentro, zonifique y regule ciertas relaciones, y asuma la mayor cantidad de competencias administrativas que el Estado le pueda transferir. Pero su funcionamiento tiene un conflicto de base: la tradición shuar no propicia la sujeción de la gente a gobierno alguno.

Los pueblos del mundo que han estructurado gobiernos han tenido que pasar primero por largos períodos de construcción de jerarquías y clases: amos de la guerra o caciques de ejércitos y castas religiosas. A decir de Santiago Kingman, quien ha investigado la historia shuar, el devenir de este pueblo no hizo necesario tal proceso. Y su gente se adaptó a la vida diaria sin un mando central que esté más allá del que en cada familia ejercía su propio jefe.

Pese a los numerosos y permanentes intentos, ni los incas, ni el sistema colonial español, ni la naciente república del siglo XIX lograron incorporar del todo al pueblo shuar en sus proyectos organizativos. La estrategia de los shuar fue el aislamiento y, para ello, la escarpada geografía de la cordillera del Cóndor resultó una aliada fundamental. El monte, la vegetación, las enfermedades de la selva y el lodo fueron poderosas armas de resistencia, y a su efectividad se sumó la insistencia de los shuar por autodeterminarse. Este empeño correlativo a su cultura hizo que, durante siglos, la guerra, los pactos (que se respetan o incumplen de acuerdo con las circunstancias) y la desconfianza fueran parte de la cotidianidad.

Así, el otro, el enemigo, el peligroso, no solo fue el andino, el blanco, el mestizo o el amazónico de otras etnias, sino también el propio vecino shuar. Porque sin centralidad, lo más cercano a un gobierno era la organización de cada familia. Y, en términos espaciales, lo que más importaba era el territorio ocupado por cada familia. El resto, el inmenso territorio (a veces ocupado por otros shuar y a veces sin posesionario, porque los shuar solían moverse como nómadas dentro de la cordillera), el monte, el proveedor de alimentos, materiales, medicinas y plantas esclarecedoras estaba allí, eterno, poblado de seres vivos, espíritus y elementos naturales.


¿Paraíso? No. ¿Infierno? Tampoco. Solamente el devenir de un grupo humano y su geografía. Devenir que tomó un giro pronunciado cuando muchas zonas de la selva cercana dejaron de ser ocupadas mediante el sistema de posesión y empezaron a serlo bajo el concepto de propiedad privada. El mundo cambió cuando los cazadores ya no podían seguir a sus presas por doquier. Hoy, poco a poco se van rodeando de propiedades privadas; aquel que quiere ingresar en éstas viola la ley y se debe someter a sanciones. Aunque éstas no siempre se den, su sola posibilidad ya es limitante.

 

 

 

 

 




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