La materia calcárea se acumula entre
las raíces de los manglares, de los
pocos que quedan en las desembocaduras de
los ríos o en las entradas de los esteros.
Es una roca suave porque se compone de moluscos
y calcio húmedo: conchas rotas y pulverizadas
se apelmazan y se enduran lentamente. En ocasiones,
cuando el mar se ha retirado toma la apariencia
de piedra dura. De esta materia está
hecha la catedral de La Habana y el castillo
de San Felipe en Cartagena de Indias. Pero
en las costas de Esmeraldas y Manabí,
entre los manglares, la masa es blanda y se
la puede, con la ayuda de algún instrumento
de metal ideado por el pescador, descomponer
en fragmentos.
Es fuerte el trabajo de arrancar pedazos de
esa apariencia de roca y todo porque en ellos
se encuentran las conchas de los ostiones.
Los trozos se acarrean en baldes hasta depositarlos
en carretillas y transportarlos hacia los
sitios en donde esperan los revendones. Pocos
dólares recibe el pescador por mercancía
tan indefinida, informe y que no compite con
rojos cangrejos y pomposas langostas.
Los
comerciantes concentran el producto en Atacames,
Pedernales, San Jacinto, Crucita y en las
ciudades como Santa Ana, Portoviejo, Chone
o Quinindé. Entonces llegan los expendedores,
casi siempre fornidos hombres de sabana y
playa. Se los distingue por su piel tostada,
barrigas abultadas y por sus cabezas, semejantes
a las de los mayas, es decir, de altos pómulos,
narices aguileñas, ojos unidos y copetes
de pelos hirsutos. Esta gente sana llena los
carritos de madera con el producto.
Por cierto, el trabajo es duro. Los carritos
son altos cajones de gruesas maderas pintadas,
apoyados en rudas ruedas reforzadas con tiras
de caucho negro extraído de llantas
desechadas. Empujar estos artefactos con lluvia
o con sol, entre la polvareda o el lodo, durante
horas, no será cosa de alegres caminantes.
Sin embargo los expendedores llegan a las
altas ciudades. A costa de cambiar de clima,
de comenzar el recorrido en medio del frío,
que si no es cruel por lo menos hace temblar,
llegan y se sitúan cerca de los estadios,
en las esquinas de los mercados, donde se
juega voley de seis o la bomba con bolas de
hierro.
Y ¿por qué tanto ajetreo? Porque
hay clientes para los ostiones. Se los consume
al natural. Diestros son los descendientes
de mayas y españoles, en extraer el
molusco de su concha enterrada en la materia
calcárea. Llenan un vaso de cristal
con los animales, añaden jugo de limón
y sal. Se sorbe el potaje y listo. Los clientes
son de dos clases, los que apuran ostiones
para combatir los estragos del chuchaqui,
que es lo de menos. Pero, lo más importante,
lo esencial, es la fama de los ostiones. Son
afrodisíacos para hombres. Individuos
de tercera edad, pero de alma cálida.
Se explica tanto trabajo.
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