N° 23 mayo - junio de 2003
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Por Julio Pazos
Ilustración: Pancho Cordovez

Ostiones


La materia calcárea se acumula entre las raíces de los manglares, de los pocos que quedan en las desembocaduras de los ríos o en las entradas de los esteros. Es una roca suave porque se compone de moluscos y calcio húmedo: conchas rotas y pulverizadas se apelmazan y se enduran lentamente. En ocasiones, cuando el mar se ha retirado toma la apariencia de piedra dura. De esta materia está hecha la catedral de La Habana y el castillo de San Felipe en Cartagena de Indias. Pero en las costas de Esmeraldas y Manabí, entre los manglares, la masa es blanda y se la puede, con la ayuda de algún instrumento de metal ideado por el pescador, descomponer en fragmentos.

Es fuerte el trabajo de arrancar pedazos de esa apariencia de roca y todo porque en ellos se encuentran las conchas de los ostiones. Los trozos se acarrean en baldes hasta depositarlos en carretillas y transportarlos hacia los sitios en donde esperan los revendones. Pocos dólares recibe el pescador por mercancía tan indefinida, informe y que no compite con rojos cangrejos y pomposas langostas.

L
os comerciantes concentran el producto en Atacames, Pedernales, San Jacinto, Crucita y en las ciudades como Santa Ana, Portoviejo, Chone o Quinindé. Entonces llegan los expendedores, casi siempre fornidos hombres de sabana y playa. Se los distingue por su piel tostada, barrigas abultadas y por sus cabezas, semejantes a las de los mayas, es decir, de altos pómulos, narices aguileñas, ojos unidos y copetes de pelos hirsutos. Esta gente sana llena los carritos de madera con el producto.

Por cierto, el trabajo es duro. Los carritos son altos cajones de gruesas maderas pintadas, apoyados en rudas ruedas reforzadas con tiras de caucho negro extraído de llantas desechadas. Empujar estos artefactos con lluvia o con sol, entre la polvareda o el lodo, durante horas, no será cosa de alegres caminantes. Sin embargo los expendedores llegan a las altas ciudades. A costa de cambiar de clima, de comenzar el recorrido en medio del frío, que si no es cruel por lo menos hace temblar, llegan y se sitúan cerca de los estadios, en las esquinas de los mercados, donde se juega voley de seis o la bomba con bolas de hierro.

Y ¿por qué tanto ajetreo? Porque hay clientes para los ostiones. Se los consume al natural. Diestros son los descendientes de mayas y españoles, en extraer el molusco de su concha enterrada en la materia calcárea. Llenan un vaso de cristal con los animales, añaden jugo de limón y sal. Se sorbe el potaje y listo. Los clientes son de dos clases, los que apuran ostiones para combatir los estragos del chuchaqui, que es lo de menos. Pero, lo más importante, lo esencial, es la fama de los ostiones. Son afrodisíacos para hombres. Individuos de tercera edad, pero de alma cálida. Se explica tanto trabajo
.


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