La última pandemia fue un sacudón para parte de la humanidad. Cosas cambiaron, reflexiones ocurrieron; desde entonces muchas ciudades se vieron con honestidad en el espejo y sopesaron sus maneras. Los ciudadanos durante el obligatorio reposo respiraron ese aire puro, del que abuelos y canciones hablan, cielos que parecían mitológicos aparecieron por encima. Desde entonces algunas urbes del primer mundo, e incluso otras más cercanas, tienen un afán de peatonizar sus calles: las arborizan acercándolas a la naturaleza, los espacios para pedestres y ciclistas aumentan, sitios para cafés, juegos y músicos se multiplican.
Mientras tanto, aquí la prefectura de Pichincha acaba de anunciar la continuación de su proyecto “Vía de los volcanes”, que no es otra cosa que la pavimentación de las vías de acceso a algunos de los más icónicos sitios naturales de la provincia: El Pedregal y el Cotopaxi, el Cayambe, las lagunas de Mojanda, el Pasochoa y más.
Como se ve, acá vamos en contravía, y vamos tan rápido como nuestra frágil economía nos permite. Visto desde ese punto, menos mal que somos país pobre, porque de no ya lo hubiéramos encementado todo. A diferencia de esas otras latitudes, aquí más bien nos empeñamos en urbanizar los campos, los páramos y los montes, igualar las lomas y desbrozar los montes hasta el mismo filo de los caminos.
Vamos con el pavimento a trazar heridas grises por doquier. Caminos hay que cruzan la geografía y apenas se usan. Envolvemos las cascadas en un laberinto de puentes y, como si eso fuera poco, en la noche las disfrazamos como discoteca con luces y sonidos. Salados los insectos y pájaros que llamaban a ese rincón hogar. Se encuentra un afán digno de mejor causa por extender los tentáculos del automóvil al corazón mismo de la naturaleza. Muchas veces con la ayuda de los propios habitantes. Poco a poco el final de los caminos en parques, balnearios y montañas se va pareciendo a los parqueaderos de los centros comerciales. Los paseantes se acostumbran a ver el paisaje a través de la “pantalla” de su ventana, como si fuera la tele. Los sonidos del viento o de las aves quedan opacados, suenan más los poderosos parlantes, maravilla de la tecnología. Nuestra relación con la naturaleza es cada vez más lejana. No importa cómo canta el pájaro, ni cómo huele la flor, ni cómo vive la gente de esos lares. Ya apenas hay contacto con los nativos; ni para averiguar se baja la ventana, toda duda se resuelve con la última app. Condenados quedan los jóvenes que no pudiendo ya entender la naturaleza ni al nativo, jamás podrán tampoco aprender de sus periplos a bordo del moderno automóvil.
“Que hay que promover el turismo” es una de las frases que ampara semejante desvarío. Si hablamos del turismo extranjero, hemos de sincerarnos: los gringos no vienen a ver carreteras, que las tienen más y mejores. Más bien, me consta, se asombran, se detienen y hasta fotografían los empedrados antiguos y vistosos, que hablan de tradición, cultura, técnica, harto trabajo y que nos hacen diferentes, distinguidos en esta absorbente e igualadora globalidad. Son caminos que se integran al paisaje y tienen personalidad. “Que todos los ecuatorianos tienen el derecho de hacer turismo y no solo los que tienen 4x4” es otra frase rimbombante y verdadera a medias. La verdad, todos deberíamos aprender a andar por senderos y chaquiñanes, y conocer la llacta en sus propios términos. No hay mejor educación ambiental que oír el canto de los pájaros, oler el aroma de las flores, esforzarse tras una meta, vivir la dificultad y cargar de regreso a casa la aventura en la mochila.
Pronto aquellas vías que se asfaltaron para ganar velocidad se llenarán de chapas acostados para reducirla. Al primer niño atropellado, que no antes pensamos en las consecuencias de estas intervenciones. Pero de todas maneras la seguridad no volverá, y ese camino que era apropiado para la contemplación pausada, a lo mejor a pata o en bicicleta, se habrá perdido sin vuelta.
La prefectura no atina a mantener en decente estado las carreteras, que, estando a su cargo, bajan a la Costa por Santo Domingo o Nanegalito, y se empeña en aumentar la red de asfalto a sabiendas de que tampoco podrá mantenerla. No aprovechamos un bien gratuito que es nuestra naturaleza y tradición, nos empeñamos en infraestructuras que cuestan. Cuánto bien haría que nuestras autoridades se den una vueltita de a deveras por fuera y vean que no todo es Las Vegas y Miami. Esta equivocada actitud acostumbra a la población a pensar que sin esas guaraguas modernas nada vale por sí. Pensar que hasta a Ingapirca la quisieron iluminar de colores para atraer el turismo. A tramos del camino principal de los incas entre Quito y Cuzco los han cubierto de lastre para tender caminos vecinales. Y así, hablamos en nombre del turismo. Complicamos la economía de la gente, comprometemos la educación de la juventud, sacrificamos nuestro mayor bien, el paisaje, todo por unos votos que nos permitan seguir haciendo más tonteras.