Para salir de Quito tomé rumbo norte,
en ruta hacia el monumento a la Mitad del Mundo,
donde me vi seducido a participar de la acostumbrada
fotografía del lugar, con un pie y una
llanta de mi bicicleta en cada hemisferio. Desde
aquí tuve que desviarme por un viejo
camino que indicaba mi mapa, que cruza por San
José de Minas y que me conduciría
hasta Otavalo. Al acercarme a un taxista y consultarle
por esta ruta, antes de responder me observó
con asombro de pies a cabeza, luego me dijo:“Pero
está muy lejos”, a lo cual respondí
que no importaba, que si supiera el viaje que
tenía planificado esto no era nada. Luego
movió su mano derecha y con su dedo índice
extendido me indicó “Siga por ahí”.
Al transcurrir del día (y en los dos
días siguientes) entendí a qué
se refería mi improvisado informador.
Mi primer día de bicicleta me trajo hasta
Perucho, donde empecé a poner en práctica
uno de mis objetivos de viaje: no pagar por
dormir o, mejor dicho, buscar posada. Para iniciar
pensé probar suerte en la Tenencia Política
del pueblo. Unos minutos más tarde estaba
colocando mi saco de dormir en un pequeño
cuarto de esta dependencia.
Viernes 9 de febrero. Desde
esta tarde me encuentro en la provincia de Imbabura.
A pesar de lo gratificante de los paisajes,
en estos tres primeros días pagué
alto precio por mi novatada en este tipo de
aventuras, al tomar una ruta nada adecuada para
cruzarla en bicicleta. Al dejar San Antonio
de Pichincha, el camino se volvió tortuoso
y peligroso, lo que me obligó a un lento
descenso hasta el río Guayllabamba, seguido
de un largo y difícil ascenso de casi
40 km. Me resultaba imposible pedalear por la
pendiente, el mal estado de la vía y
la abundancia de piedras sueltas, lo que me
forzó a caminar buena parte del trayecto.
Ayer fue, sin duda, fue el más difícil.
Apenas avancé 32 km, la mayoría
de ellos por una empinada y pedregosa cuesta.
Al final de la tarde, lo único que deseaba
era un cómodo y abrigado lugar para pasar
la noche. Pero no fue precisamente lo que conseguí.
El único sitio disponible fue un pequeño
granero de unos cinco metros cuadrados que almacenaba
un tipo de hierba llamada reygrass, utilizada
para alimentar al ganado y que atraía
a numerosas gallinas, las que fueron mis compañeras
de cuarto.
En la tarde de hoy tuve un inesperado acompañante
mientras recorría algunos de los caminos
de piedra-bola que todavía persisten
en esta provincia. Se trataba del Taita Imbabura.
Ahora podía ver, y comprender, el porqué
de su apelativo. Majestuoso como solo él
y dominante de buena parte del paisaje imbabureño.
Esta noche será gratificante. Decidí
pasarla junto al lago San Pablo. La suerte me
sonrió cuando encontré un antiguo
hotel de lujo que había pasado a manos
de la Policía Nacional con la finalidad
de convertirlo en una escuela de turismo para
policías. A pesar de esto, las habitaciones
todavía eran funcionales, alfombradas,
con baño privado, a orillas del lago
y con vista panorámica al mismísimo
Imbabura.
Sábado 10 de febrero.
Luego de saborea las exquisitas carnes coloradas
de Cotacachi y los tradicionales helados de
paila de Ibarra terminé mi cuarto día
de viaje en La Esperanza, famosa por los tapices
y vestidos borda dos a mano. En mi búsqueda
de hospedaje m dirigí a la escuela del
pueblo, donde me recibió su conserje,
don Segundo Hinojosa, un hombre de edad madura
y estatura pequeña.
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