Tan solo empecé a exponer mi situación,
cuando sin dejarme terminar mi primera oración,
me abrió la puerta y me llevó
directamente a un salón de clases, diciéndome
que aquí podría acomodarme tranquilamente.
Yo pensaba que estaba confundido, pues aún
no le había mencionado que buscaba una
posada para esa noche, así que trataba
inútilmente de explicar. En el momento
de la cena, don Segundo me dijo que estaba muy
contento con mi visita, que siempre había
querido recibir a un aventurero, pero nunca
se le había ofrecido la oportunidad.
Domingo 11 de febrero. Mi viaje
continuó hacia el cálido valle
del Chota, un pequeño pedazo de África
en la Sierra norte del Ecuador. Luego de atravesar
numerosas plantaciones de caña de azúcar,
mi mapa indicaba la existencia de un pueblo
llamado Ambuquí, donde decidí
pasar la noche. Mi sorpresa fue grande cuando
al llegar observé que estaba habitado
por gente mestiza y no con raíces africanas,
como es la característica de la zona.
Me sorprendió todavía más
cuando me enteré que Ambuquí es
conocido como la “capital mundial del
ovito”, una fruta similar a la ciruela,
que se cultiva en abundancia en este lugar.
Y como para que no quede duda, la primera casa
que escogí al azar para solicitar albergue
era de una familia de productores de ovitos.
Es más, me ofrecieron posada con la condición
de ayudarles a preparar un cargamento de 50
cajas de ovitos que tenían que viajar
a Colombia al día siguiente. Así
que puse manos a la obra.
Lunes 12 de febrero. Al dejar Ambuquí
me adentré por un camino vecinal que
ingresa en la provincia del Carchi por unos
pocos kilómetros, donde fui “devorado”
en cuestión de minutos por cientos de
pequeños mosquitos.
Fueron instantes verdaderamente desesperantes,
pues mientras los ahuyentaba de una de mis piernas,
en la otra me atacaban grupos de 20 a 30, que
marcaron en mi piel las señales de su
paso, picaduras que imagino tomarán algunos
días en desaparecer. Desde este punto
empezó mi descenso hacía la provincia
de Esmeraldas. Los primeros pinchazos también
se hicieron presentes en este día, y
como fueron ambas llantas al mismo tiempo, esto
me obligó a buscar posada poco antes
de lo pensado. Ahora será en el recinto
Cuajara, habitado por gente morena.
Sábado 17 de febrero.
Llegué a Borbón antes del mediodía
con la intención de encontrar una canoa
que me lleve por el río Santiago hasta
Playa de Oro, pero no tuve suerte, hoy no saldrá
ninguna embarcación y tampocb era seguro
que salga mañana. Como no tenía
el menor interés de pasar la noche en
este descuidado e intimidante pueblo, me encontraba
meditando si continuaba mi viaje. De pronto
una voz a mis espaldas preguntó: “E
ónde e que uté viene?”.
De Quito, le respondí. “iDe Quito!
¡Que va, pue! ¿Y así en
eta bicicleta e que uté vino?”.
Pues sí, salí hace 10 días.
“Eso sí que a de ser duro, pue”.
Se trataba de un hombre negro de edad avanzada,
calvo y con el vientre algo abultado. Así
empezamos un ameno diálogo, en el cual
yo respondía a todas las curiosas preguntas
de mi inesperado interlocutor. Luego de varios
minutos, me percaté de que su camiseta
tenía dibujada una marimba, donde se
podía leer “La Catanga”.
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